Exhumación de José Martí en Remanganagua. Dibujo de Antonio Isaac. |
Por Amir Valle (Especial para Caracol de agua)
Hasta una tarde de aquel 1985 en que cumplí los 18 años, José Martí tenía para mí la blancura lechosa de los bustos que crecían como hongos solitarios en casi todas las escuelas de la isla o la grisura de aires ancestrales y lejanos de los daguerrotipos que reproducían la que pudo ser su real imagen humana. Y era obvio: en las historias que escuchábamos en clases, en los matutinos, en los numerosos eventos martianos a los que asistí siempre signado porque, según los maestros, “Amir hace buenas composiciones”, se nos presentaba a un iluminado Apóstol (luego se nos prohibiría referirnos a él con ese término cristiano, cuando llegaron los tiempos en que las religiones se consideraban “el opio de los pueblos”), un hombre tan excepcional que parecía divino, un incorruptible en toda regla, casi un Mesías, nuestro Mesías anunciador de las buenas nuevas que nos cumpliría ese otro Mesías, Fidel Castro, que adoramos con una pasión similar, repitiendo aquello de que Martí era el Autor Intelectual del Asalto al Cuartel Moncada con el que arrancaría la gesta revolucionaria que triunfó en 1959.
Un busto, solo, blanco, que necesitaba recibir una mano de lechada barata cada año para no ennegrecerse bajo los embates de las lluvias, el polvo y el salitre tan habitual en mi Santiago de Cuba. Eso era José Martí. Alguien fallecido mucho tiempo atrás. Del pasado. Ilustre muerto, es cierto, pero muerto al fin y al cabo. Y los muertos, ya se sabe, suelen irse difuminando en la memoria de quienes lo conocieron; de modo que para quienes sólo conocimos su nombre y sus viejas fotos, lo veíamos tal cual nos lo pintaban: alguien sin vida, un hombre de yeso o mármol o bronce que lo mismo sacaban a cuento cuando se trataba de combatir al imperialismo yanqui, cuando se hablaba de la entrega al arte (nos referían entonces sus duras estancias en el exilio escribiendo una obra literaria monumental pese al hambre, el frío y las adversidades), o incluso (los más osados, y en aquel entonces siempre en voz baja para no ser oídos) cuando se hablaba de esa fama de gran amante que tiene el hombre cubano (ya se sabe, nos decían, alguien con “esa labia” tumbaba a cualquier mujer que se le pusiera a tiro, incluida una jovencita de Guatemala a la que, cuentan, volvió loca de amor).
Lo cierto es que fue justo en las más irreverentes historias (contadas en voz baja, ya lo he dicho) donde Martí comenzaba a cobrar para mí cuerpo de persona viva. Saber que se había aficionado a la Ginebra para matar el hambre (en voz baja otra vez soltábamos aquello de “Pepe Ginebrita”); saber que le alebrestaban las faldas con la misma naturalidad con la que a mí me volvían loco las sayitas a medio muslo de mis hermosas compañeras de la Vocacional Antonio Maceo, allá en las afueras de Santiago; y saber sobre todo que el tan citado Ismaelillo era un poemario nacido de carencias, contradicciones y dolores personales y familiares muy fuertes, fue la causa de que un día, quizás a los catorce años, decidiera emprender la lectura ordenada de aquellos 27 tomos de Obras Completas de José Martí que mis padres, maestros de profesión, atesoraban en la muy rica biblioteca familiar en la que yo jugaba desde niño. Fue todo un descubrimiento. Y no voy a escribir aquí que me fascinó, como han escrito muchos otros por seguir la norma de alabar al iluminado intocable: a esa edad, sólo me vi conmovido por su poesía y por los ejemplares de la revista La Edad de Oro que también adornaban los estantes de aquel cuarto, en bellas ediciones hechas en Venezuela (que, por cierto, nunca supe de dónde salieron). El resto de lo que logré leer me pareció palabra antigua, textos pasados de tiempo, fuera de lugar, lejanos a mi sensibilidad, que sólo pude entender en su complejidad años después, cuando emprendí otra vez la tarea de leer aquellos gruesos volúmenes color vino.
En plena adolescencia, cuando cursaba la secundaria en una escuela en el campo con nombre que aún no entiendo: Bungo 6 (es una palabra que no aparece en el diccionario y por la cual, más tarde, los cubanos comenzamos a referirnos a un tipo de plátano), un profesor de historia propuso aprovechar que los recorridos de las guaguas que nos traían desde Santiago hasta las cercanías de la Loma del Yarey donde se encontraba nuestra ESBEC pasaban por Contramaestre y consiguió que un fin de semana, antes de entrar de pase, la guagua de nuestro grupo desviara su ruta y se detuviera en un pueblo que transpiraba tristeza: Remanganagua, interesado como estaba en que pisáramos el lugar donde Martí había sido enterrado por primera vez y durante unos días hasta ser trasladado al Cementerio Santa Ifigenia, en la capital provincial.
Otra vez, la nada: el deterioro que encontramos en el sitio al que se nos condujo con tanta reverencia y respeto no consiguió impactarnos. Fue tal el desastre que encontramos, que la visita duró apenas pocos minutos y de aquel momento sólo recuerdo a dos de mis compañeros haciendo competencia a ver quién saltaba más cruces en una esquina del vetusto cementerio y a un guajiro de Palma Soriano, amante de la décima, que soltó, jodedor, en voz baja: “Pueblo de Remanganagua,/donde es mal gusto reírse,/donde es triste hasta morirse/y arrastrar con esta yagua…”, aunque sólo se quedara en esa cuarteta al ser escuchado por el profesor, que lo paralizó con una durísima y seca mirada, sin imaginar que desde entonces aquellos cuatro versos inconclusos nos permitirían burlarnos de nuestro amigo llamándolo “El Poeta de Remanganagua”.
Finalmente fue la muerte la que me humanizó al Martí de yeso que se erguía, anclado como un pedestal solitario e inmutable, en mi memoria. Esa misma muerte que, años atrás, descubrió el niño que yo era cuando vi el cadáver de mi abuelo Ceferino dentro de su ataúd, los huecos de la nariz y las orejas taponeados burdamente con algodón; una imagen que me sacó de la felicidad de mi infancia y, apenas con 8 años, me puso ante la dura verdad de que un día las personas que más uno quiere pueden dejarnos. Y así, si el rostro inolvidable de mi abuelo se convirtió para mí durante años en la imagen perfecta de la muerte; el rostro corrompido de José Martí, me permitió saber que él también una vez existió, amó quizás con la misma pasión con la que yo he amado, tuvo sueños y luchó por ellos igual que otros muchos lo hemos hecho, murió fatalmente un día y fue, como mi abuelo, aunque suene fuerte decirlo, pasto de gusanos. E imaginé a José Julián Martí, “Ismaelillo”, exhumando los restos de su padre (cosa que, supe luego, logró hacer sólo el 24 de febrero de 1907 allá en el cementerio de Santa Ifigenia). “La muerte es la más humana de las verdades”, diría un sabio poeta hindú, Tagore.
Era, lo dije al inicio, una tarde de 1985. El escenario, la casa de la ensayista y profesora universitaria Daysi Cué (amiga, consejera, una de las personas más inteligentes y lúcidas intelectualmente que he conocido). Y aquella imagen que reproducía a un Martí acabado de sacar de su primera tumba, con los evidentes estragos de la putrefacción (recuerdo especialmente las cuencas de sus ojos hundidas, su labio destrozado por lo que supe después había sido un disparo, la piel de su frente resecándose ya pegada a la osamenta) era un daguerrotipo tomado en el momento de la exhumación, una de las muchas joyas históricas que había logrado salvar de la destrucción y el vandalismo ese otro gran investigador que fue el padre de Daysi, si no recuerdo mal, llamado Juan Francisco Cué.
Ese día, impactado por la devastación biológica que algo tan común como la muerte física había provocado en José Martí, comencé a sentir que el hombre de yeso se humanizaba. Y desde entonces, del que sin dudas puede ser catalogado como el más grande de los cubanos, José Martí, jamás he podido hablar en términos que no sean humanos: gracias a lo grotesco de su muerte, a la putrefacción que se ensañó en su cuerpo como podría hacerlo con cualquier otro de nosotros llegado ese trance, descubrí que prefería mil veces a ese ser humano lleno de defectos, sueños, virtudes, fracasos, empeños, imperfecciones, vacilaciones y geniales o erradas decisiones políticas y de vida, que fue capaz de alzarse sobre toda la miseria que cargamos por igual todos los humanos para convertirse en un símbolo vivo de la historia cubana, en uno de los escritores imprescindibles de las letras en lengua castellana, en parte de un ideario nacional eterno que nada tiene que ver con ese Martí aséptico y desangelado que insisten en mostrarnos, y mucho menos con estatuas de yeso, mármol o cobre.
Gracias por esta....muy buena..
ResponderEliminarQuerido amigo:
ResponderEliminarDale mis felicitaciones a Amir.
Bella forma coloquial de desmitificar a nuestro Héroe Nacional.
Endiosar a los LÍDERES es la forma indigna que utilizan los oportunistas para tratar de que, ni se piense, imitar sus ejemplos.
Martí fue el demostrador de lo que dijo el Che en su carta de despedida "Nada material dejo a mis hijos", hasta en la cantidad de hijos Martí fue sufrido... Quién lea los informes de sus tres autopcias descubrirá los dolores nunca mencionados por él.
Hombre que anduvo con los bolsillos llenos de dólares, para la causa, bolsillos de su traje zurcido y sus zapatos defondados.
El que a la hora de los brindis, por los logros en los actos de recaudación de fondos, cuando le preguntaban con qué iba a brindar, solo pedía una copita de ginebra, una bebida tónica.
En una entrevista al capitan jefe de su escolta, sobre la "fama de mujeriego", el respondió preciso: "El maestro era muy enamorado, pero, no era caminador."...Cualquier simple personaje tiene más "amores" que él.
Nadie dedicado a los disfrutes mundano puede dejar una obra tan amplia como político, diplomático, literato y poeta, periodista, y jefe militar... No es casual que una junta de generales experimentados le otorgara los grados de Mayor General del Ejército Libertador.
Los simples mortales SÍ pueden ser como ellos, nuestros próceres, solo se necesita MADURÉS, a tal punto que en su orden de prioridades sea lo primero el ser útil a los demás y a su patria, más si para él "Patria es humanidad".
Un abrazo revolucionario.
Que buen argumento y que bien redactado,felicidades.
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