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sábado, 29 de noviembre de 2014

Huesos de mi madre veneraré, mientras tenga vida



Cierro los ojos y me parece estar viendo a mi Madre a la luz de un kinqué colando café en la madrugada.

Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu 

Aguacero cerrado. Casi es mediodía aquí en Contramaestre, Cuba. Llego hasta la Fábrica de Coronas a comprar flores, pero no hay. Alguien me sugiere un nombre, después rectifica, entonces me lanzo por esas calles de la vida cotidiana y llego hasta una bi-planta, una señora me recibe cortésmente. La docena de flores vale $10, moneda nacional, dice; respiro tranquilo. Salgo y una extraña paz me sacude. Rosas, amarilla y roja, pintan ojos intrusos que preguntan: “¿dónde las compró señor?”. Sigo adelante. Nuevamente aguacero copioso. Debo ir en la mañana, pienso. En la tarde la lluvia será intensa. Llego hasta donde trabaja mi mujer. Bolso en mano, va a pagar el teléfono, “casi se vence”, anuncia. Comparto mis preocupaciones. Accede a acompañarme. Tomamos un coche tirado por caballos. Llueve torrencialmente. Al bajarnos, no sabemos si seguir, o guarecernos bajo un portal. Una idea florece: “dale $10 hasta el cementerio”, al comunicarlo, el hombre dice que $15. Nos negamos rotundamente a complacerlo. Llueve más fuerte. No queda otro remedio que esperar, digo. El cochero hace una seña, dice que va por $25 ida y vuelta. Corremos y lo abordamos. Atrás queda el pueblo de Maffo. Las casas a la orilla del camino aparecen una y otra vez. Mis ojos buscan la palma cercana a la tumba donde descansa mi madre; sólo queda el tronco, al parecer un rayo hizo su parte con las ramas. Con tristeza recuerdo como gustaba mi vieja de este árbol tan cubano, tan real. Ya no tendrá su sombra, digo, el sol llegará directamente. Cierro los ojos y me parece estar viendo a mi Madre a la luz de un kinqué colando café en la madrugada. Evoco aquellos días memorables en que fui muy feliz a su lado, hasta la madrugada del  28 de noviembre, 3:55, hora triste. Mi madre exhalaba el último suspiro; se iba de este mundo dejándome una soledad tremenda. Llegamos. Bajo del coche protegido por un paraguas. Aguacero cerrado. Paso entre varias personas agrupadas a la entrada. Puedo llegar con los ojos vendados hasta donde descansa. Mis pasos siguen al destino. Casi no veo, son tantas las gotas de lluvia. En mi mano derecha, el ramo. Me inclino ante ella, converso como siempre lo hicimos, hablé de mis derrumbes, preocupaciones, esperanzas, futuros inmediatos; sólo escuchaba el sonido del agua, susurré un nombre extraño para ella y un ligero sobresalto recorrió mi cuerpo. Cerré los ojos y la busqué en la memoria, entonces ocurrió el milagro, recobré las energías perdidas y volví sobre mis pasos. Tomé el coche, atrás, un viejo tronco, un aguacero viejo, unas personas arracimadas, y unos huesos a los que siempre veneraré, mientras tenga vida.

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