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miércoles, 24 de enero de 2018

El gordo me robo el café

Eduard Encina el 19 de mayo de 2016, deposita ofrenda floral ante Obelisco a José Martí en Remanganaguas. Fot. Arnoldo Fernández.
Por Rogelio Ramos Domínguez (Poeta y periodista)

Eduard Encina no creó el Café Bonaparte, ni siquiera estuvo entre los primeros soñadores quienes en el Instituto superior pedagógico decidimos darle forma a la criatura, Eduard ni siquiera era gordo,  ni tenía tantos libros, ni era un tipo reconocido en toda la isla. Era solo Eduard y así le dejamos entrar a aquella aventura.

Café Bonaparte lógicamente nace del poema de Fayad Jamiz, y lo hicimos posible en medio del hambre rotunda, eran los años 90: sopas de arroz, arroz dulce, naranjas, rones intraducibles, muchachas hermosas quienes arriesgaban sus 20 años en medio de la tanta oscuridad y Eduard, comenzó a aparecer en todas partes.

No olvido jamás una tarde en la que Eduard, que ya dije era solo un muchacho, fue a decirle a todo el que pudo que no había entendido uno de mis cuentos, nos reímos juntos dos tardes después, y luego se puso más serio y salió triunfante en un concurso de la Facultad de Humanidades al que yo había enviado quizás mi mejor historia de la época.

Luego nos fuimos a la vida, yo dejé hasta hoy de concursar, no por rebeldía, ni sé por qué y Eduard Encina siguió escribiendo el verso y supe entonces que  el Café Bonaparte, seguía vivo en Contramaestre, que colgaba  ahí el ahorcado, y lo iban a ver los políticos de cartón, las mujeres que guardan las llaves de la noche.

El Café dejó entonces de ser una ilusión del pasado temible y se alzó con un nombre en el país y el país lanzó su mirada al Café, a Contramaestre, a Eduard Encina, que ya no era un tipo solo, al contrario, tuvo  en su tierra amigos, seguidores, detractores y mucha poesía.

No sentí celo alguno, al contrario, la infusión que logramos armar Luis Fong y yo en el pedagógico Frank País, que fuera a ratos muy amargo retomó vuelo. Pude ir a Contramaestre alguna vez y me encontré con jóvenes poetas, amigos de muchos años y hablaban apasionadamente del Café Bonaparte.

Podrían haberlo llamado de cualquier modo,  igual iba a sonar, igual iba a ser la obra del Gordo Encina, de ese poeta, que tuvo bien plantados amigos y enemigos, y supo, al fin, hacer el verso donde morían naranjas y algunos auguraban nicho humilde.

Por eso no queda otra cosa que agradecer a Eduard Encina, a todos los que retomaron aquellas tertulias  y las colocaron  desde el fondo  del país, en el corazón de tanta gente.

Solo una cosa más;  cuando la muerte rondaba a Eduard Encina, Eduardo Sosa y yo trepamos las escaleras del hospital. Abajo acompañaban  poetas de cualquier rincón de la isla, Reynaldo García Blanco, Yunier Riquenes, ahí su esposa, el Puro que es inseparable, lo conocemos: Cuando subimos y Alfredo Ballesteros nos guió hacia el Gordo, cuando pude verlo atravesado por el dolor, sostenido por aquellos tubos de aire, Eduard me dijo: ¨El Café Bonaparte tiene que seguir¨. Lloré. Le di un beso y bajé las escaleras con ese pensamiento fijo en la cabeza, entre ese poeta y nosotros queda el deseo de hacer, ya no solo verso, sino hacer la vida de estos pueblos que algunos desean borrar de cualquier mapa.

Eduard supo siempre que la provincia  puede ser el verso, y la unió en ese  Café que fue mío pero que él hizo suyo, de sus amigos, de los poetas. No me queda más  remedio que reconocerlo, El Gordo me robó el Café  o quizá tomó lo que fuera suyo desde el surgimiento, debe ser por eso que sostuvo mi mano en los finales para decírmelo. ¨El Café Bonaparte, tiene que seguir¨. Hermano,  estés donde estés, cuenta conmigo.

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