Cuatro meses bastaron para
cebarla, era casi una amiga, me veía ante la jaula y cloqueaba con belleza; no quise ver como mi
vecino ponía fin a su vida, pero tenía el propósito de meterla en una pequeña
vara y asarla a la antigua: leños secos, condimentados con azúcar parda y Dimensión Latina junto a Oscar
de León, sonando sabroso.
Sus plumas, como la nieve, fueron
a un saco de nylon; asomó el cuerpo desnudo, el amarrillo del gordo a la
vista. Las vísceras las extraje con
cuidado, luego la colgué a escurrir, como si fuera un puerco hermoso, cuando en
verdad era una gallina familiar al alma de un lugareño que todavía siente su
partida.
Crucé una cerca brava, por un
momento, los alambres me aguantaron, pero finalmente el objetivo, el saco de
carbón en mis hombros, nuevamente el cruce, mi pantalón enganchado, el hoyo exacto, los carbones bien colocados,
las llamas tomando el tiempo, entonces
comenzó el hechizo de la vara; como los aborígenes, me senté en una piedra,
mientras veía dorarse el cuerpo de aquel ser que cloqueaba en las mañanas y
comía golosa de mis manos, esas manos que hoy la necesitan, porque una
“mascota”, es difícil olvidarla.
En mi patio reina el silencio. La
jaula todavía conserva las huellas de la gallina blanca, mi amiga de las
mañanas, las tardes; nunca más estará,
en su lugar “San Francisco”, uno de mis gallos legionarios. Desde allí trina
fuerte, ya no vive en el pequeño espacio donde su libertad era limitada, ahora
siente que puede aletear y comunicar sus campanadas sin las rejas enmohecidas.
La vara gira,
apenas unos toques. La música eleva, tonifica el espíritu abrumado. El
fuego bravo danza; huele a comino, naranja agria, ajos; se esparce
en la noche magnífica; al transcurrir tres horas y veinte minutos,
la señal. No más gallina blanca, sólo un hombre el 31 de diciembre de 2018 ante una mesa, comiendo sus
carnes con ñame, lechuga, congrí y tomates.
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