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viernes, 15 de noviembre de 2019

Contramaestre, Carlos Manuel de Céspedes y el soplón Willard Capacete

Carlos Manuel de Céspedes a los 21 años cuando llegó a París en 1840.(Foto tomada del libro "Contramaestre").

Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com 

Hay personas que inspiran repulsión al mencionarlas o evocarlas;  algunas generan tal rechazo que son borradas de la memoria  de los pueblos;  otras,  desaparecen  un día sin dejar huella. El historiador Raúl Eduardo Chao se encargó en, su libro, “Contramaestre”,  de  legarnos el perfil de uno de esos tipos, enemigo acérrimo del Padre de la Patria, en  su experiencia francesa vivida en la década del 40 del siglo XIX.

Carlos Manuel de Céspedes residió en París,  -período 1840-1844-, hasta su casa llegó un personajillo llamado Willard Capacete, precedido de un historial, donde se decía que escribía poemas, canciones y era erudito en temas de antigüedades, del Renacimiento, la Ilustración, la Revolución Francesa. Esa primera vez habló de una novela que escribía, de sus editores ingleses, sus cuadernos de versos, su inmensa cultura. Carlos Manuel de Céspedes y Miguel de Aldama, desconfiaron enseguida; algo en sus maneras lo hacía sospechoso.

Capacete frecuentó los grandes salones de la Ciudad Luz; vestía a la moda, hasta parecer medio afeminado ante algunos ojos de la época. Presumía de conversador, gladiador en asuntos femeninos; aunque  en silencio, muchos cofrades  lo bautizaron el cornudo mayor, porque no conseguía mantener a mujer alguna.

Willard se hizo habitual  en la casa de los Céspedes. Bebía y comía siempre allí, llegó a creerse el centro de todo. Carlos Manuel no conseguía digerir su amistad; entonces le dio una lección de historia europea;  Willard no pudo rebatir nada, fue aplastado delante de todos por la erudición del bayamés.

Desde aquella noche juró vengarse; entonces en su doble condición de espía español e inglés,  informó a la corona de Castilla todos los pasos de Carlos Manuel de Céspedes y sus amigos en París;  era tan tóxico al hacerlo, que muchas veces parecían cuentillos de ficción. Los ojos de España eran los de Capacete en cada movimiento de los Céspedes.

Pero Willard tenía un amor que lo mantenía, Josefina era su nombre; vivía de su dinero, sus lujos.  Día por día se levantaba pasada las diez de la mañana, iba a los café de la ciudad a conversar  vanidades, libros inconclusos; el ego multiplicándose en cada copa de vino;  pero la mujer de los huevos de oro cerró el cuerno de la abundancia, entonces hizo lo indecible; la golpeó con fuerza inaudita, abusó, lo hizo muchas veces, hasta que un día fue tan brutal, que la dama al caer se golpeó fuertemente la cabeza  y murió al instante.

Una sirvienta, -filipina por cierto-, lo vio todo; aunque juró no saber nada de francés;  sin embargo consiguió que alguien avisara a la policía. El detective la condujo como sospechosa; entonces Capacete apareció en la estación y dijo que ayudaría.  La obligó a decir que había visto salir de la casa de su patrona al cubano Carlos Manuel de Céspedes; muy enojado, porque no había recibido una ayuda económica prometida para la guerra de Cuba. –Échale la culpa a Céspedes, puedes decir que desde que llegó a París  está importunando a Josefina con lo de las contribuciones-, esas fueron sus palabras ante el tribunal de la historia.

Al conocer los resultados de la conversación, la autoridad expidió una orden de detención contra Carlos Manuel de Céspedes. Gracias a sus amigos franceses, supo a tiempo la noticia y pudo escapar, junto a su esposa, a bordo de un navío rumbo a Cuba.  

Willard Capacete deambuló por las calles; no sabía de quién viviría en lo adelante; nunca imaginó que la sirvienta diría la verdad; sus guantes blancos abandonados en la escena del crimen serían su perdición; se arriesgó a buscarlos en la mansión, secretamente vigilada por la policía.  Allí lo apresaron inmediatamente. Confesó el crimen. 

El gobierno de Francia negó a este personajillo la defensa de un juez profesional pagado por España; nombró a uno de oficio. Recibió una condena de 25 años en la cárcel de Bicetre al sur de París. Muy pronto se enemistó con los demás presos; dejó de ir al comedor,  se alimentó de platillos  comprados a los guardias. Su abdomen  creció a tallas inimaginables, siendo objeto de continuas burlas.  El día que cumplió 41 años, fue apuñaleado mortalmente. Nadie reclamó su cuerpo. 

Bibliografía
Chao, Raúl Eduardo (2007), Contramaestre, Ediciones Universal, Estados Unidos, 2007.

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