Carlos Manuel de Céspedes a los 21 años cuando llegó a París en 1840.(Foto tomada del libro "Contramaestre"). |
Por
Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Hay
personas que inspiran repulsión al mencionarlas o evocarlas; algunas generan tal rechazo que son borradas
de la memoria de los pueblos; otras,
desaparecen un día sin dejar
huella. El historiador Raúl Eduardo Chao se encargó en, su libro, “Contramaestre”,
de
legarnos el perfil de uno de esos tipos, enemigo acérrimo del Padre de
la Patria, en su experiencia francesa
vivida en la década del 40 del siglo XIX.
Carlos
Manuel de Céspedes residió en París, -período
1840-1844-, hasta su casa llegó un personajillo llamado Willard Capacete,
precedido de un historial, donde se decía que escribía poemas, canciones y era
erudito en temas de antigüedades, del Renacimiento, la Ilustración, la Revolución Francesa.
Esa primera vez habló de una novela que escribía, de sus editores ingleses, sus
cuadernos de versos, su inmensa cultura. Carlos Manuel de Céspedes y Miguel de Aldama,
desconfiaron enseguida; algo en sus maneras lo hacía sospechoso.
Capacete
frecuentó los grandes salones de la Ciudad
Luz; vestía a la moda, hasta parecer medio afeminado ante
algunos ojos de la época. Presumía de conversador, gladiador en asuntos
femeninos; aunque en silencio, muchos
cofrades lo bautizaron el cornudo mayor, porque no conseguía
mantener a mujer alguna.
Willard
se hizo habitual en la casa de los
Céspedes. Bebía y comía siempre allí, llegó a creerse el centro de todo. Carlos
Manuel no conseguía digerir su amistad; entonces le dio una lección de historia
europea; Willard no pudo rebatir nada,
fue aplastado delante de todos por la erudición del bayamés.
Desde
aquella noche juró vengarse; entonces en su doble condición de espía español e
inglés, informó a la corona de Castilla
todos los pasos de Carlos Manuel de Céspedes y sus amigos en París; era tan tóxico al hacerlo, que muchas veces
parecían cuentillos de ficción. Los ojos de España eran los de Capacete en cada
movimiento de los Céspedes.
Pero
Willard tenía un amor que lo mantenía, Josefina era su nombre; vivía de su dinero,
sus lujos. Día por día se levantaba
pasada las diez de la mañana, iba a los café de la ciudad a conversar vanidades, libros inconclusos; el ego
multiplicándose en cada copa de vino;
pero la mujer de los huevos de oro cerró el cuerno de la abundancia,
entonces hizo lo indecible; la golpeó con fuerza inaudita, abusó, lo hizo
muchas veces, hasta que un día fue tan brutal, que la dama al caer se golpeó
fuertemente la cabeza y murió al instante.
Una
sirvienta, -filipina por cierto-, lo vio todo; aunque juró no saber nada de
francés; sin embargo consiguió que
alguien avisara a la policía. El detective la condujo como sospechosa; entonces
Capacete apareció en la estación y dijo que ayudaría. La obligó a decir que había visto salir de la
casa de su patrona al cubano Carlos Manuel de Céspedes; muy enojado, porque no
había recibido una ayuda económica prometida para la guerra de Cuba. –Échale la
culpa a Céspedes, puedes decir que desde que llegó a París está importunando a Josefina con lo de las
contribuciones-, esas fueron sus palabras ante el tribunal de la historia.
Al
conocer los resultados de la conversación, la autoridad expidió una orden de detención
contra Carlos Manuel de Céspedes. Gracias a sus amigos franceses, supo a tiempo
la noticia y pudo escapar, junto a su esposa, a bordo de un navío rumbo a Cuba.
Willard
Capacete deambuló por las calles; no sabía de quién viviría en lo adelante;
nunca imaginó que la sirvienta diría la verdad; sus guantes blancos abandonados
en la escena del crimen serían su perdición; se arriesgó a buscarlos en la
mansión, secretamente vigilada por la policía. Allí lo apresaron inmediatamente. Confesó el
crimen.
El
gobierno de Francia negó a este personajillo la defensa de un juez profesional pagado
por España; nombró a uno de oficio. Recibió una condena de 25 años en la cárcel
de Bicetre al sur de París. Muy pronto se enemistó con los demás presos; dejó
de ir al comedor, se alimentó de
platillos comprados a los guardias. Su
abdomen creció a tallas inimaginables,
siendo objeto de continuas burlas. El
día que cumplió 41 años, fue apuñaleado mortalmente. Nadie reclamó su cuerpo.
Bibliografía
Chao, Raúl Eduardo
(2007), Contramaestre, Ediciones Universal, Estados Unidos, 2007.
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