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lunes, 27 de junio de 2022

POR QUÉ ME FUI DE CUBA (Crónica)


 Por Bismark Galán Galvez (Escritor y maestro)

“El amor, madre, a la patria  no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”.

José Martí

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Tengo un “amigo” en tierra cubana que simula con total naturalidad una condición de hombre comunista. Tengo allí a muchos “amigos” y personas cercanas a mí que lo imitan. Todos ellos, de una u otra manera tienen o se inventan razones para vivir en la farsa eterna; a la vez, tienen razones o, al menos, la falta de pudor como para cuestionar a quienes, como yo, han decidido abandonar Cuba; mejor dicho, a quienes hemos sido lanzados al mundo como infieles apátridas. 

A propósito, este 28 de junio de 2022, cumplo 20 años de haber llegado a la República Dominicana; este 28 de junio celebro con alegría mi segundo nacimiento, un nacimiento que, con excepción del valor que tiene mi familia sanguínea, ha sido de mayor trascendencia personal. Por eso he decidido responder aquí a ese interrogante que, en más de una ocasión, he escuchado: ¿Por qué te fuiste de Cuba?

La historia comenzó a tejerse cuando, con 13 años de edad, fui internado para estudiar para maestro en Caney de Las Mercedes. Tenía esa opción o la de quedarme, como la mayoría de mis primos, recogiendo café en las lomas de El Pilón de Matías, en el Oriente cubano. Y, como no me gustan las picadas de hormiga y demás relacionados con la cosecha del aromático grano… 

Con el tiempo comprendí el porqué de la obsesión del régimen de sacarnos de casa bajo el pretexto de la educación: apartarnos de la influencia de esa familia que podría educarnos en contra de macabros propósitos disfrazados de revolución. Cumplieron sus propósitos: me hice maestro y me convirtieron en un defensor del sistema, desde el nada agradable Plan de Preparación de Ingreso a la juventud comunista en el que sumían a los niños que éramos. Cumplieron sus propósitos al extremo de llevarme a contradecir a parte de mi familia cuando intentaban hacerme ver la realidad.

Llegó el año 1990 y fui seleccionado para visitar la extinta República de Checoslovaquia, estado que en ese momento luchaba por salir de las fauces del comunismo. Fue ese el detonante en mi cambio de actitud frente a lo que se nos vendía como el ideal social, la comedia en la que algunos “amigos” siguen creyendo; mejor dicho, en la que fingen creer como vía para su subsistencia social y humana. 

Ese viaje, como premio a la ejemplaridad militante y laboral, fue la más profunda lección de que, personalmente, vivía equivocado. La escala en España, en Canadá, el percibir los masivos actos en contra del comunismo en Praga y en más de 15 ciudades que visité en ese bastión comunista de Europa fueron lecciones inolvidables y motivadoras de actitudes y acciones personales de las que jamás me arrepiento. Comencé a comprender por qué el régimen cubano le teme tanto a las personas que conocen otras realidades, a esos que accedemos a la verdad.

Ese viaje, más los consejos y lecturas compartidas con uno de los amigos más ilustres y visionarios (Raulito el Chino), me llevaron a entender que lo único que ocasionaba y ocasionaría el sistema social impuesto en Cuba sería pobreza, división y represión. Comencé a ver con ojo crítico, a cuestionar, a valorar el sentido de la libertad individual… Entonces, intenté borrar aquellos indignos actos a los que me habían lanzado. 

Llegaron muchas otras lecciones, como aquella de la visita del Papa Juan Pablo II a Santiago de Cuba, donde el irreverente arzobispo Pedro Meurice, no pudo ser más preciso: “Este es un pueblo que ha luchado largos siglos por la justicia social y ahora se encuentra, al final de una de esas etapas, buscando otra vez, cómo superar las desigualdades y la falta de participación”. Y después: “Le presento, además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología”. 

Casi a la par de esas palabras que calaban hondo y seguían despertándome, fui censurado y perseguido por decir que “el cargo de presidente del gobierno en el municipio debía ser por elección de los electores y no por designación”. Fui cuestionado y analizado por recibir amigos extranjeros en la que se supone era mi casa y en la que gasté gran parte de mi vida. Fui expulsado del trabajo en la emisora Grito de Baire por abandonar las filas del Partido Comunista; recuerdo al “flamante” (en sí, infame) director, que no preguntó qué comerán tus hijos mañana; sino que se limitó a decir: “La emisora es la voz del partido y si no eres militante, no puedes trabajar aquí”. Hoy doy gracias a él, a su fanatismo, mediocridad e insensibilidad porque ayudó a convencerme de cuán equivocado estuve.

Después de cerca de 20 años dedicados a la educación cubana, con todas las distinciones y reconocimientos sociales posibles, tuve que pasar a trabajar en la construcción. Gracias al entrañable amigo Ferrán encontré un espacio en la brigada de la Empresa Cafetalera, donde pude ganar unos centavos para el pan, aunque fuera bajo el embate de las hormigas, el sol y el lodo. Luego llegó la oportunidad en la Dirección de Cultura donde continuó el asedio de la seguridad del estado y la presión política para que fuera sacado de la posición, que se limitaba al trabajo en una computadora. Crecía en “ellos” el temor a lo que yo podría decir en un simple correo electrónico; cómo olvidar las constantes inspecciones al contenido de la PC y el acecho constante del agente asignado.

No aguanté la persecución, la carestía, el hastío, la falta de libertades… Me propuse buscar una vía, como la han buscado y la siguen buscando miles de cubanos, incluso los hijos de aquellos que me vigilaban y hasta ellos mismos. Después de varias y constantes gestiones, en el año 2001 encontré un rayo de luz en un amigo dominicano (Darío Tejeda) a quien conocí por casualidad y me gestionó una visa. Seis meses después, no me habían otorgado la carta blanca (permiso de salida), salvoconducto que el régimen cubano expedía para todos y aun expide para algunos de sus esclavos. 

Fue en junio del año 2002 cuando recibí el ansiado permiso. Vendría la gestión del dinero para un boleto de 225 dólares de Santiago de Cuba a Santo Domingo, una fortuna para alguien que ganaba diez dólares con treinta centavos al mes. Pero contaba con tres incondicionales que no lo dudaron ni un minuto para apoyarme: Héctor, Robert y Alfredo. 

Llegó aquel memorable 28 de junio de 2002. Con él, la despedida de los seres queridos desde 24 horas antes, las lágrimas, el sufrimiento… porque, como he dicho tantas veces, “escapar es una herida”. Una mezcla indescriptible del dolor en los que te ven partir y del que ocasiona el adiós y la incertidumbre de si podrás volver. Por lo demás, todo parecía perfecto: buen clima, confirmación de que el An-24 saldría a la hora prevista; el chofer que me llevaría al aeropuerto había conseguido combustible. 

Aeropuerto, Migración y el momento de más desespero, maltrato y humillación: los agentes me revisaron todo, sacaron hasta la última fotografía de la billetera, anotaron cada detalle, hicieron mil preguntas… Una de la tarde, mientras el avión calentaba los motores, sin ningún argumento válido y bajo un diálogo que todavía martilla mis oídos, me quitaban los únicos 140 dólares que llevaba.

—No puede sacar dólares de Cuba.

—¿Cómo? Pero… ya no está penalizado.

—Pero está establecido por ley que no puede sacarlos. Puede reclamar antes de un mes, cuando regrese.

—Voy por un mes.

—Lo siento. Es decomiso, esa es la ley.

—¿Cuál ley? 

—Está en Internet.

—No tengo Internet. ¿Quién tiene Internet en Cuba? Mis hijos y mi esposa no tienen zapatos, con eso… (Los 100 dólares eran de un compañero de trabajo que me pidió le comprara un reproductor de videos).

Me dieron 20 dólares (de los míos) porque, para no perderlo todo, argumenté que quería comprar algo a mis amigos dominicanos. Lo hicieron bajo la condición de que debía gastarlo allí, en su maltrecha tienda. Sin apartar la mirada de la pista, pedí dos botellas de Havana Club y dos tabacos. ¿Para qué los tabacos? Para gastar en algo. 

Al fin en el avión, que saldría con 30 minutos de retraso, en espera de que concluyera la requisa al último pasajero, el número 9; es decir, yo. Descorché una de las botellas y bebí mientras tuve fuerza, hasta quedar en un estado éxtasis jamás experimentado y que no me dejó hacer consciente el temeroso despegue. “Usted está muy alegre”, dijo una señora. “Hoy es mi cumpleaños”, le respondí. En verdad, era día de nacimiento. 

Después, en cada viaje a ver a la familia y con el derecho que me asiste por haber nacido en un país que no es propiedad comunista, aunque lo parezca, he sido objeto de los más estúpidos interrogatorios por parte de la seguridad del estado: dónde ha ido, en qué trabaja, qué trae, qué hace, qué escribe, qué piensa… 

A pesar de todo esto, que no es ni una milésima de las razones, hay quienes siguen preguntándose por qué me fui de Cuba. A pesar de todo esto, hoy puede usted encontrar a esa militante “comunista” que sigue y cuestiona mis decisiones, posiciones y criterios mientras espera que sus dos hijos desde el extranjero le envíen la mercancía capitalista que revende a otros militantes. Puede escuchar a ese que no le alcanza su mísero salario y vive de lo que la suegra le envía del norte “revuelto y brutal” mientras él discursa y acusa a quienes opinamos en contra del sistema. Más aún, puede mirar a esa defensora del régimen y sus “conquistas” en materia de salud, que ha sobrevivido a una penosa enfermedad gracias a la medicina que le llega desde Haití, uno de los países más pobres del mundo. Hoy, 20 años después, me alegra que mis grandes críticos son esos seres, farsantes eternos, que chivatean en el comité y roban con esos allegados que tienen acceso a los recursos del pueblo. Es maravilloso tener como críticos a esos que se han pasado 63 años celebrando conquistas inexistentes.

Y sí, claro, ellos y el resto de los ciegos defensores del régimen, los del acceso limitado a la verdad, los “ciberclarias” de estos días, seguirán con el dedo acusador no solo hacia los que nos hemos ido y que con nuestro sudor les mantenemos el país, sino y de manera especial, hacia el Norte. Seguirán con el dedo hacia los “enemigos” que los alimentan con el pollo imperialista; hacia el falso bloqueo (que es embargo) sin la más mínima idea de por qué surgió. Seguirán ahí, vestidos de capitalismo, comiendo productos capitalistas, ansiosos por que los de afuera les envíen más productos capitalistas, porque no producen ni un ñame de los que se podrían cultivar sin ninguna inversión más que vergüenza, interés y recompensa.

Mientras, reitero la satisfacción de haberme ido de Cuba, de que me empujaran a escapar. Siento la tranquilidad de haber sacado a mi esposa y mis hijos de manera segura; la tranquilidad de ver crecer a mis nietos en un sistema nada perfecto, pero sí de libertad individual sin la cual no existe ninguna otra. Siento la alegría que aporta el ser respetado, sin que importe cómo pienso ni qué digo. Siento felicidad por este cumpleaños 20 en mi adorada República Dominicana, nación pobre pero donde, a diferencia de Cuba, se puede criticar al gobierno desde un partido diferente al del presidente o desde ningún partido; un país donde se puede hacer una marcha sin ser reprimido ni encarcelado, como les ocurre en Cuba a los jóvenes del 11 de julio y a todo el que critique a un régimen que lleva 63 años destruyendo al país. En resumen, sé por qué me fui de Cuba y por qué vivo en un país en el que tengo lo que cualquier profesional que trabaja honradamente puede alcanzar. Por eso lo celebro y le agradezco a Dios. ¡Patria y Vida!


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