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lunes, 23 de octubre de 2023

EL POETA (Solamente había escrito un libro bueno, uno nada más)


Por Arnoldo Fernández V

Una noche llegó a casa bajo la lluvia intensa; era mucho el cansancio, el hambre, el deseo de un baño caliente, una cama. No dudé en complacerlo. Por su palabra breve, y su paso de tortuga, parecía un hombre bueno.   Verlo saborear los alimentos en la mesa familiar, me hizo creerlo amigo. Verlo dormir, en la cama de mis padres, confirmó aún más mi creencia. Verlo al amanecer, apurar el café que llevé a sus manos, me convenció mucho más. Yo creía que era mi amigo, pero aquel hombre tenía una rara enfermedad que contrajo en su tierra natal y la trajo al pueblo. Todo comenzó cuando fue al taller literario, allí donde los muchachos creíamos ser Pablo Neruda o César Vallejo, allí donde éramos tan felices, leyéndonos las cosas que escribíamos. Un día nos invitó a su casa y allá nos fuimos todos. Vivía en una accesoria, como decimos los cubanos, una accesoria llena de libros por donde quiera, casi hasta el mismísimo techo; la sala era pequeñísima, sólo tres o cuatro personas podían estar, nadie más, así que nos llevó para el cuarto y nos invitó a sentar en la cama. Allí habló de José Lezama Lima, lo hizo con mucha pasión, tanta que sólo el mismo podía comprenderse, porque aquel hombre creía que era Lezama, hacía todo como Lezama, bebía como Lezama, decía que su Paradiso era mucho mejor que el de Lezama y nosotros escuchando a aquel hombre, sin saber adónde quería llegar. Habló del capítulo 8 de Paradiso, de la ilustración de cubierta de Fayad Jamís, de esa piña memorable y nosotros sin saber adónde carajos iba, qué quería después de tanta palabra. Luego se fue a la cocina, el olor a café llegó al cuarto, después asomó con unas tazas de porcelana china, donde podía verse al humo hacer siluetas en el aire. El café sabía a gloria, dijo que nadie como él lo hacía, lo había aprendido con los indios de la Primada de Cuba. Luego habló de Dios, lo hizo con tal vehemencia que todo lo creímos bautizado. Minutos más tarde, volvió a perderse en la profundidad de la accesoria. Volvió con palitos chinos y nos invitó a jugar, lo aprendió con su madre, le enseñó la habilidad para no mover ninguno y ganar todos los puntos posibles. Conversa con él mismo, los dos perecen muy felices escuchándose y nosotros allí, sin saber qué hacer, porque no nos deja leer un poema, ni un poema, él es el elegido de la poesía, la única estrella del firmamento. Se nos fue la tarde atrapados en aquel Lezama. Cuando la noche cae, regresamos. El día que volvimos al taller, otra vez él allí, con su lezamismo autoritario nos obligó a callar, hizo alardes del lenguaje, de los recursos literarios y dijo que no éramos poetas.  Todos los domingos, el taller se volvió él, únicamente él sabía el meollo de la poesía, el secreto de Garcilaso, lo que había tras la zarza ardiendo.  Llevarle la contraria, era ser su enemigo. Un muchacho, que nunca fue poeta, -un alabardero- se dedicó a ensalzarlo, todo cuanto hacía tenía su apoyo: un evento, un acto, un artículo, un programa de radio, lo que fuera; así que el muchacho se convirtió a su lezamismo y quería ser como él; nosotros nos apartamos, era irresistible ser parte de aquella mala canturía donde había un solo gallo. El muchacho y él se fueron de nupcias, hicieron todo lo que él quería, pero nadie los seguía, nadie les creyó, pero ellos hicieron guerra a los que no seguían su palabra, sólo querían epígonos, no había espacio para los que disentían. Un día el muchacho se fue muy lejos y el poeta quedó sólo, muy sólo, quiso volver al taller, a su lezamismo autoritario, pero ya había otros talleres y los muchachos, que ya no éramos nosotros, eran parte de ellos, hacían su palabra, la cocían al fuego. Otros poetas crearon nuevos reinos donde él sólo era una sombra. Entonces se dedicó a difamar por los cuatro puntos cardinales, a decir que era el único que había hecho la historia, los demás éramos corsarios y piratas. Donde quiera que hubiera un oído, su palabra era colocada para torcer el camino de la nueva poesía, de los nuevos poetas. Él solamente había escrito un libro bueno, uno nada más; según confidencias, tenía el estilo de un poeta muerto, uno que ganó fama y lauros en vida, uno que si fue grande en verdad. El poeta escribió como el poeta ido, todos nos dimos cuenta, la mujer del fallecido tenía esa certeza, todos la teníamos, menos el muchacho, que desde muy lejos seguía alabándolo, haciéndole creer que en la tierra como en el cielo, era el único, los demás éramos malas copias. Así que verlo llegar esa noche a casa no era un buen augurio, no podía ser un buen augurio. Ese hombre que comió los alimentos en la mesa de la familia, el que durmió en la cama de mis padres, el que saboreó mi café, no era mi amigo, era un poeta caído del cielo, un poeta enfermo, tenía la pava de los poetas; autorizó la ofrenda del Gran Hermano.

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