Por Ismael Fuentes (Profesor universitario)
La obsesión de José Lezama Lima por la ciudad, específicamente La Habana, revela no pocas claves para poder comprender algunas zonas de su poética.
La ciudad emerge en su obra como motivo estructurador de sus propias fabulaciones, su intención es darnos audazmente los argumentos que sitúan al hombre dentro de su propia unidad de creación, en la que cada parte encuentra su justificación de trascendencia, perspectiva que lo aleja, un tanto, de la mirada irracional de algunos escritores modernistas, que para éstos la ciudad fue más bien el centro generador del spleen, el espacio en que se frustraban muchos de los ideales humanos, por fuerza de una materialidad enajenante habían concluido que Ícaro no merecía segundas oportunidades.
Si nos ajustamos entonces, al juego que ciertas vivencias personales dejan como pautas interpretativas, obtendríamos algunos dividendos críticos.
Al abrir el círculo hacia episodios puntuales de su propio nacimiento nos encontramos que, tal vez, aquello de nacer en un campamento militar, y por la posterior identificación de la ciudad con un elemento natural, -en este caso, con el agua-, se convertiría en un importante núcleo de reflexión en torno al suceso poético.
El nacimiento en el Campamento Militar de Columbia cobra visos de signación homérica, pareciera que con él se nos anunciaba el comienzo de nuestra mayor epopeya en materia de poesía, había nacido, Urbi et Orbe, el rapsoda de la imaginación, como en aquellos pasajes de la Ilíada, en que la gravitación del campamento militar hacía que la vida alcanzara el pathos de la desmesura.
El valor de distanciamiento, esa demarcación con respecto al resto de la urbe impregnó su propia visión creadora, un condicionamiento de paisaje, la ideación de un centro de privilegio sensorial, -que Juan Ramón Jiménez-, y el propio poeta atribuían a la condición de isla.
En la ciudad reconoce Lezama la confluencia e irradiación de las imágenes posibles, valdría la pena, entonces, reconstruir el itinerario de tal significación, una especie de cartografía poética, pues en él armonizan perfectamente la ciudad tibetana con la griega, y cuyos analíticos no quedan como simple voluntarismo floral, sino que constantemente desafían al encuentro de su múltiples sentidos, al emplazamiento de sus lógicas culturales y poéticas.
De manera que, si en una predomina lo concéntrico, -no en sentido de cierre- sino de giro, circunvalación, en el sentido de las agujas del reloj, la otra se abre, -como la famosa Tebas, con sus cien puertas-, a la irradiación o a la confluencia, y ambas se verifican en una nueva concepción, cuya existencia él sitúa de seguro en nuestra isla.
Sin embargo, en Lezama aparece como un descentre constante, empuje de la fuerza creadora de la imagen, su avidez por las formas lo deja caer en constantes sorpresas, en la que no gusta dejar migajas, cada fragmento se constituye en posibilidad creadora, en dilatación para los sentidos.
La peculiar manera de enfrentar la ciudad le exigía múltiples posicionamientos. Si el campamento le dio la visión por escorzo, las consecuencias del método habría que buscarlas en lo liminal, en esa zona de no pertenencia, en esa u-tópica, de un no estar siendo, porque para él, el seguir siendo en las cosas se trueca en ubi-cuidad, esta idea, -a mi modo de ver- pudiera darnos algunas líneas de descifre.
A su obra, pudiéramos decir, la atraviesa una oscilación, quizás, pendular, entre la trasfiguración y la trasmutación, por un lado, el cambio, la serie que transfigura una misma cosa, en que lo que permanece se sumerge para dar paso a sus posibilidades formales, aparenciales, en esta vía lo que permanece se mantiene por fuerza de la intuición, en la contención de una certeza, en cambio, el fiel de la trasmutación nos da los oros a partir de materias más innobles, búsqueda de la cualidad suprema, con olvido de la escala, y que al final se arroja sobre las ruinas. En carta enviada a Fina García Marruz pregunta ¿Cómo irse de la figura sin destruirla?, o sea, el poeta no permanece ajeno a su problemática metafísica, planteándose una manera resolutiva de conciliar ambas posiciones.
El interés de los pueblos por sus enclaves geográficos, por delinear sus contornos arquitectónicos, por desentrañar la fuerza de cohesión de una misma unidad de convivencia marca una tradición antiquísima y diversa.
Su revisión y asimilación formó parte también del fabulario de nuestro poeta, siempre con ese modo tan peculiar de incorporar, creativamente, lecturas disímiles.
En tal sentido cabe señalar algo a lo que me he referido en otros trabajos sobre Lezama, es decir, la dimensión antropológica que tiene su obra, al aprovechamiento que hizo no sólo de la literatura, o la filosofía, sino también de los importantes relatos dejados por viajeros, etnógrafos, o etnólogos. Lo cual no deja de ser un hecho inédito en nuestra tradición literaria.
El interés prestado por los estudios en ciencias sociales lo corrobora Manuel Moreno Fraginals, quien, -a su regreso a Cuba en 1949-, al ser nombrado subdirector de la Biblioteca Nacional, le permitió acceder a títulos del fondo bibliográfico que no estaban clasificados. En su Preludio a las Eras Imaginarias Lezama se refiere a algunas de esas leyendas en que poesía e historia se entrecruzan, como aquella, -relatada por James Frazer en su Rama Dorada-, donde en China, un pueblo, cuyo contorno rememoraba la forma de una red de pescar sometía a otro por tener la forma de un pez, hasta que este último encontró la forma de emanciparse, construyendo un pagoda altísima que impedía que el “pueblo-red” los siguiera sometiendo.
La taxonomía que establecieron en Cuba los grupos de origen africano ostenta, igualmente su inventario imaginativo, recogido en buena parte por los cuestionarios de Lydia Cabrera. Lezama, que conocía bien la obra de la etnógrafa, sobre todo libro El Monte y los Cuentos de los Negros de Cuba, extrajo de ellos admirables relatos para incorporarlos a su imaginería poética.
Tanto es así que varias veces se refirió a La Habana como una ciudad líquida, y esas mismas resonancias la vamos a encontrar en la concepción bantú de los grupos africanos o afrocubanos asentados en la isla, para ellos La Habana representa la ‘tierra de agua’, y que en lengua kikonga equivale a kuna nlango, así también para referirse a su antípoda, Santiago de Cuba acuñaron el término kuna nfinda, o ´tierra de fuego´.
Estos contenidos culturales contribuyen a ampliar el campo de significaciones metafóricas, sustantivación que toma el poeta a partir de una concepción morfológica de la cultura, -tomada, lo más seguro, de los trabajos del etnólogo alemán León Frobenius-, quien dedujo la existencia de un origen cultural común, estableciendo las llamadas áreas culturales, es decir, grupos humanos ubicados en zonas geográficas distantes podrían compartir iguales patrones culturales. De ahí que la noción de confluencia en Lezama tenga ese alcance cultural.
Sin embargo, aun cuando el análisis de tales contenidos nos circunscriba al ámbito de la cultura, éstos lo siguen siendo en su aspecto más externo, pues en realidad su objetivo es ser tributarios del análisis del fenómeno poético, a la intención por legitimar a la poesía en todos lo sustratos de la producción espiritual del hombre, en su proceso instituyente.
Pero fue dentro la cultura griega donde Lezama Lima encontró, su principal encuadre gnoseológico, no solo por lo que importaba de tradición para Occidente, sino por las propias posibilidades especulativas. La importancia dada en esta cultura a la forma, en su fuerza como manifestación de lo exterior, se erigía en concertación racional a la vez que sensorial, y por tanto en premisa valedera también para la poesía, en su propio condicionamiento. Así, los círculos de recorrido en la ciudad tibetana se aclaran en su teocracia ascendente, ciudad para el espíritu y no para el cuerpo, ¿acaso la escasez de oxígeno en esas alturas no condiciona su carácter circular?
Dentro de ese juego de condicionamientos e indeterminaciones gustaba situarse Lezama. Por tanto, si bien el atributo de líquida a la ciudad de La Habana se dimensiona en su alusión al patronato de Yemayá o de Olokun, es en la búsqueda de la unidad en lo diverso, -a través de un elemento natural-, donde encuentra sus mayores posibilidades metafísicas, -tal y como lo hizo Tales en la antigua Grecia-.
La presencia del agua como trasfondo de permanencia garantizaba la unidad, un homogéneo de probidad a la unidad, pero no solo esto, el elemento agua muestra otra arista importante: en su obra el poeta se refiere muchas veces a lo “madreporario”, a cierta condición placentaria en diferentes niveles, generadora de las cosas o de los acontecimientos, una preocupación por los procesos formativos, por el detalle embriogénico, en lo amniótico pertinaz.
El agua, por tanto, es para él sustancia abstracta, vuelta sobre sí en lo que envuelve y diluye, pero también la que engendra y robustece. Atributos que hacen de aquella ciudad no el espacio donde se sacrifica la personalidad del individuo sino donde, -a expensas de una vitalidad renovada-, se abre a su realización espiritual, en la que el poeta, contra la sequedad de lo pasajero, se señorea, cada diciembre, en grueso rocío.
Fotografía: José Lezama Lima, poeta y narrador cubano nacido el 19 de diciembre de 1910.
Noly saludos, me llevas con Caracol de Agua a mis raíces y veo los rostros amigos de mi Emisora, el pain miranda, mi querido angelo batista, la gran adelis, elisita con su voz dulce, oh no dejes que el caracol se pare, es muy lindo
ResponderEliminarLupe