Todos los días Antonio hace el mismo recorrido ida y vuelta
de la casa al trabajo. Lleno de sueños piensa
en cómo mejorar las cosas de su barrio; mover las aspas oxidadas del viejo
molino de la ciudad atrapada en medio mileno de historia. Salió de la
precariedad porque empleó su vida recogiendo y clasificando lo que otros
desechaban. Así hizo fortuna, vistió a hijos e hijas y se labró una casa digna
donde los amigos tienen las puertas abiertas siempre. En la puerta de su hogar
pende una herradura para espantar los demonios. Adentro, sus ídolos en un altar
condensan una cosmovisión; la que los suyos necesitan. Viste de blanco, no
porque se hizo santo, sino porque es su color favorito desde que tuvo
conciencia de los tambores asomados a su corazón mulato. Antonio fue profesor
de historia, creía en las revelaciones de las personalidades, pero un extraño
llamado sentía en las masas inconformes, allá donde esos grandes hombres no
podían llegar. Antonio lo supo mediante una revelación de sus deidades mestizas,
el basurero era la salvación en medio de los tiempos oscuros; por eso olvidó la tiza, el borrador, los
programas y un día tras otro madrugaba para ser el primero en recibir las
descargas de Sueño, Vista Alegre, Veguita de Galo, los hoteles de turismo y el
Casco histórico… “¡En su casa hay todo tipo de lujos! ¡Quién lo iba a decir!
¡La basura redime y ennoblece!”, así me dijo el viejo Cristino cuando le
pregunté. “Ese hombre era un intelectual de luces, mira en lo que terminó; pero
hizo bien, vio lo que no fuimos capaces de ver a tiempo. Con dignidad alcanzó
lo que otros logran por caminos torcidos”. Cristino abanicó el viejo sombrero,
hizo la señal de los santos y salió a caminar con el saco de yute al hombro.
Había llegado muy tarde esa mañana al basurero.
El trabajo hace al hombre
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