Discurso
del Papa Francisco en el Congreso de Estados Unidos.
Señor Vicepresidente,
Señor Vicepresidente,
Señor
Presidente,
Distinguidos
Miembros del Congreso, Queridos amigos:
Les
agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta
sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres y en la patria de los
valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy un hijo
de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto y con el
que tenemos una responsabilidad común.
Cada
hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social.
La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad
legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes son el
rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y
custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y exigente
del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política. La sociedad
política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las necesidades
comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los
que están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo. La actividad
legislativa siempre está basada en la atención al pueblo. A eso han sido
invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se
trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble
perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel
simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de
unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de Moisés
nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente del
ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están
invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por
Dios en cada rostro.
En
esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y
en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con sus
Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de hombres
y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente, para llevar el pan a
su casa, para ahorrar y –poco a poco– conseguir una vida mejor para los suyos.
Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos, sino que –con su servicio
silencioso– sostienen la convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio
de iniciativas espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan
paliar el dolor de los más necesitados.
Me
gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los
años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del voluntariado,
compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son muchos los que se
jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta tierra. Me
gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y
altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar
situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con
todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de
su pueblo.
Mi
visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena voluntad
conmemoran el aniversario de algunos ilustres norteamericanos. Salvando los
vaivenes de la historia y las ambigüedades propias de los seres humanos, con
sus muchas diferencias y límites, estos hombres y mujeres apostaron, con
trabajo, abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor.
Con su vida plasmaron valores fundantes que viven para siempre en el alma de
todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas,
tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para salir
adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y mujeres nos aportan una
hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad. Honrar su memoria, en
medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy de cada día, nuestras
reservas culturales.
Me
limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther
King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos
en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham
Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado incansablemente para que
«esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad».
Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y colaboración con un
espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos
conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social y
política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de conflictos
violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el
nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de que ninguna religión es
inmune a diversas formas de aberración individual o de extremismo ideológico.
Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de
índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el
nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo
tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas
requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra
parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención:
el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme
usar la expresión: en justos y pecadores. El mundo contemporáneo con sus
heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas
las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos.
Sabemos
que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la
tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia
del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este
pueblo dice: No.
Nuestra
respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de
justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver
las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el mundo
desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas aparecen con
mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir
las injusticias, mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la
recuperación de las personas y de los pueblos. Ir hacia delante juntos, en un
renovado espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al
bien común.
El
reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de
colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los
Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío exige
poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en
sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de
conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran
ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el
pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que busca
sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo
escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por erradicar
las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes injusticias
que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos sociales.
Apelo
aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la democracia está
radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad política debe servir y promover
el bien de la persona humana y estar fundada en el respeto de su dignidad.
«Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados
iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables;
que entre estos está la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»
(Declaración de Independencia, 4 julio 1776). La política responde a la
necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el
de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con
justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la
dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo.
En
esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin
Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el
«sueño» de plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos. Su
sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos
siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción,
a la participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más profundo
y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes.
Trágicamente,
los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre
fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la
democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y
reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y
sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del
presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer
los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora
en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las nuevas
generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los
«vecinos», a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos lleva a pensarnos
siempre en relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la
lógica de la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo
haremos.
Nuestro
mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los
tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y
decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las miles
de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una
vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores
oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No
debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus
rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor
respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y
fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que
moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás como quieran
que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).
Esta
regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la
misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los
demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el
crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos
seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades,
brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el
parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la
responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las
etapas de su desarrollo.
Esta
certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a
trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena
de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es
sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la
sociedad sólo puede beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han
cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los Estados
Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena capital. No
sólo me uno con mi apoyo, sino que ánimo y aliento a cuantos están convencidos
de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la
esperanza y el objetivo de la rehabilitación.
En
estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo
dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del
trabajador católico. Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa
de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo
de los santos.
¡Cuánto
se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo! ¡Cuánto se viene
trabajando en estos primeros años del tercer milenio para sacar a las personas
de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción de que todavía se debe
hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de dificultad económica, no se
puede perder el espíritu de solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero
alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la
trampa de la pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles esperanza. La
lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida constantemente, en sus
muchos frentes, especialmente en las causas que las provocan. Sé que gran parte
del pueblo norteamericano hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole
frente a este problema.
No
es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido por la
creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los recursos naturales,
la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu emprendedor son
parte indispensable de una economía que busca ser moderna pero especialmente
solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que es una noble vocación
orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una
manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos,
sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte
ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’, 129). Y este bien común
incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he escrito
recientemente para «entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común»
(ibíd., 3). «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el
desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos
impactan a todos» (ibíd., 14).
En
Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para «reorientar el
rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes consecuencias que surgen del
degrado ambiental provocado por la actividad humana. Estoy convencido de que
podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados Unidos
–y este Congreso– están llamados a tener un papel importante. Ahora es el
tiempo de acciones valientes y de estrategias para implementar una «cultura del
cuidado» (ibíd., 231) y una «aproximación integral para combatir la pobreza, para
devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la
naturaleza» (ibíd., 139). La libertad humana es capaz de limitar la técnica
(cf. ibíd., 112); de interpelar «nuestra inteligencia para reconocer cómo
deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la
técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social,
más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes instituciones
académicas y de investigación pueden hacer una contribución vital en los
próximos años.
Un
siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras del
Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense Thomas
Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos. En
su autobiografía escribió: «Aunque libre por naturaleza y a imagen de Dios, con
todo, y a imagen del mundo al cual había venido, también fui prisionero de mi
propia violencia y egoísmo. El mundo era trasunto del infierno, abarrotado de
hombres como yo, que le amaban y también le aborrecían. Habían nacido para
amarle y, sin embargo, vivían con temor y ansias desesperadas y enfrentadas».
Merton
fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su
tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también
un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.
En
tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han realizado
en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas diferencias ligadas
a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber construir puentes y ayudar lo más
posible a que todos los hombres y mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han
estado en conflicto retoman el camino del diálogo, que podría haber estado
interrumpido por motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos. Esto
ha requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de
responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los intereses
de todos, toma el momento con un espíritu abierto y pragmático. Un buen
político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios (cf.
Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente,
ser un agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente determinado a
atenuar y, en último término, a acabar con los muchos conflictos armados que
afligen nuestro mundo. Y sobre esto hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué
las armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento
indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que
todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y
muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es
nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas.
Tres
hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños: Abraham
Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la
pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos de
las personas; y Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré
mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el Encuentro Mundial de
las Familias. He querido que en todo este Viaje Apostólico la familia fuese un
tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la construcción de este
País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder
mi preocupación por la familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el
interior y desde el exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda,
como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que
confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza
de vivir en familia.
De
modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de la
familia que parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes. Muchos
tienen delante un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos otros
parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de violencia,
de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas. No nos es
posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más
allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de
simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos
jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de
futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el
contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar
una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.
Me
he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del
alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para
que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos
soñar. Que Dios bendiga a América.
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