lunes, 28 de septiembre de 2009

De silencios, peces y otras pertenencias

Por: Jorge Enrique Rodríguez

Escribir para los niños es, sin duda alguna, tarea ardua. José Martí así lo intuiría, y nos dejaría como legado aquellos cuatro números de una revista que, más que un propósito es un evangelio. Allí, en aquellas páginas donde el poeta intentara llegar a la hondura que encierra el alma de un niño, definiría con humildad su fe por ellos: los niños saben más de lo que parece, y si les dijésemos que escribieran todo lo que saben, muy buenas cosas que escribirían.

Quizá sea esta la sindicatura que Eduard Encina Ramírez (Santiago de Cuba, 1973) ha querido explorar, desde sí mismo, en los textos que convoca El silencio de los peces, premio Calendario 2002. Quizás; al menos yo, asumiendo el privilegio y la ventaja de la relectura, así lo deseé, o tal vez el niño que no deseo abandonar (que me habita a expensas de las rupturas) así lo sienta. De un modo u otro, El silencio de los peces se erige discurso, diálogo que no subestima a sus interlocutores, sino que junto a ellos se adentra en su universo limpio, en la mirada desprejuiciada que anteponen al suceso más complejo que es la existencia misma, en la solemnidad que implica nombrar, entender, ser a fin y a consecuencia:

Mientras caía de la rama
el gorrión, mientras caía
pensé en la mirada fría
del cazador que derrama
su puntería, su fama
de tirador inexperto
que dio en el blanco y es cierto:
me duele tanto que aún
sobre el asfalto haya un
gorrión con el pecho abierto.

La prestancia es el signo bajo el cual están “versados” estos sitios, donde el poeta nos obliga a un alto, a contemplar que la trascendencia y la armonía del ser no sólo están en “filosofar” y entenderse la existencia mediante la transgresión de conceptos, sino que es posible esta comunión a través de la candidez y de la inocencia que sabe ser sabia en sus andanzas; que es posible erigir la “iluminación” y sanar al sol entre las manos. Eduard Encina transita estas certidumbres, nos advierte además que el rigor escritural no implica distanciamiento, que la palabra es emboscada pero también el modo de jamás traficar las torceduras y los convencimientos vanos. El silencio de los peces no es un camuflaje, no es la pretensión de ser niño, es la intención de advertirlo como respuesta y salvación. Es el niño quien habla, el autor es sólo un señuelo:

Dice el gato que la luna
un día goteará del cielo
como una fruta madura
él la espera con anhelo
Tal vez por eso amanece
de guardia sobre el tejado
pero la luna parece
dejarlo siempre esperando.
Dice el gato que la luna
estaba madurando.

No me gustaría exponer El silencio de los peces como “literatura infantil”. ”Literatura infantil” es un subterfugio de estetas y teóricos, una extensión pedagógica que hurta la verdadera significancia al poeta y al niño…o al poeta niño. Prefiero expresar que, es Literatura que se entiende y se comprende por y para el niño, que manifiesta sus claves y tesituras componiendo una canción que es también efímera, como igualmente lo es todo otorgamiento entregado en la ventaja del silencio que discursa el pez y su memoria. Eduard Encina también lo sabe, y por ello nos deja al amparo de sus caballos:

¿Ves este caballo?
Monta y verás las praderas
del cielo
un caballo con alas para atravesar
la lluvia.

Fuente: http://www.ahs.cu/secciones-principales/literatura/noticias/dossier-calendario.html

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