martes, 18 de agosto de 2020

Mi amigo el colero

Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com

No conoció a su padre. La madre lo abandonó en un corral de puercos, cuando apenas tenía dos años de nacido. Una señora, al sentir sus llantos prolongados, lo recogió hasta convertirlo en hombre. A los 17, supo quién era su madre biológica; nunca pudo acceder a ningún tipo de información relacionada con su progenitor.

Creció con ese rencor propio de los seres a los que el afecto le fue negado siempre, por eso su odio es visceral contra todo el que abusa, el que no es leal; pero también es capaz de cualquier cosa, hasta de convertirse en un repudiado colero, término de notoria vigencia en la Cuba actual.

Su instinto, desarrollado en décadas de sobrevivencia afectiva y material, lo dotaron de un sentido de orientación hacia el dinero, sin tener que coger sol, ni pasar mala noche; allí donde es posible ganarse unos pesos limpios, está de cuerpo y alma, -con todos los hierros-, como me dice coloquialmente en su hablar bajo, casi silencioso.

Cuando las colas llegaron, en plena pandemia, supo enseguida que la cosa se pondría mala y era hora de dejar atrás la vieja finca allá en La Alegría, entonces se vino al pueblo de Felicidad. Tenía una agudeza tremenda, por eso lideró colas en los comercios durante noches y amaneceres; se iba día por día a la casa con 50 o 100 cuc en el bolsillo.

A la venta de turnos, incorporó la compra de módulos de aseo, que revendía en 12 cuc sin escrúpulo al que le diera la plata; incluía dos desodorantes, un paquete de detergente, dos jabones de baño y un tubo de pasta dental. Así las cosas, 7 cuc limpios para su bolsillo, “honradamente, según él”.

Uno de esos días, llegó a casa con uno de aquellos paquetes, sabía de mi aprieto con el aseo y olvidó la amistad, según él, el que hace negocios no puede tener paños tibios porque pierde todo; así que propuso. Solté una risa picante y él no comprendió la razón. Le dije: -Mano, conmigo no vas a ganar plata fácil, busca otra víctima. Creí que éramos amigos. Nando, -dijo-, esta es mi lucha, cuando pase, tendré que adaptarme a otra cosa, no soy yo; somos miles que vivimos así.

Lo vi alejarse con la mochila al hombro; pensé en aquel libro de José Antonio Saco que una vez me colocó en el vértice de una polémica de la que salí mal parado, por eso de que la soga revienta por el lado más débil.  De alguna manera, mi amigo era uno de los números registrados en aquellas estadísticas y descripciones de la vagancia; sólo que había tomado una máquina del tiempo y había decidido quedarse en la Cuba de la Covid-19.

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