Lo descubrí en quinto año de la carrera, alguien me habló de Paradiso, de la censura implacable, del ostracismo sufrido en vida por el autor y un día, durante una exposición de libros cubanos, no dudé en llevármelo, aunque eso me costó un análisis implacable del director de la biblioteca, que preguntó enseguida por las personas que pasaron por allí, apenas supo de mí, me mandó a buscar y en palabras mesuradas me dijo:
-Mejor lo devuelves y no pasó nada.
Intenté convencerlo de que no lo tenía y entonces fue radical:
-¡Devuélvelo o paso el asunto al decano!
Luego me puso el brazo en el hombro y con lenguaje de padre me dijo:
-Te lo daremos en calidad de préstamo.
No me quedó otra opción que devolverlo y el director cumplió su palabra, me lo prestó por varios días y ahí comenzó la aventura infinita de leer Paradiso, confieso que no pude pasar del primer capítulo.
Años después, en la biblioteca de mi pueblo encontré la edición príncipe donde aparece la piña de Fajad Jamís, y volví a hacer lo mismo, me la llevé. La muchacha que atendía esa sala de lectura enseguida supo que era yo y me mandó a buscar, dijo palabras duras y luego me lo prestó por tiempo infinito. Lo leí con energía, con muchísima energía y sentí que había crecido. Confieso que lo leí como un larguísimo poema en prosa, a veces como un ensayo literario, otras como un testimonio y también como contrapunteo de la cubanidad y la cubanía.
Tenía ante mí un monumento a la lengua española que mucha gente torcida consideró "antiliteratura" o sencillamente "barroquismo estéril."
La muchacha emigró un día a La Habana y me pidió Paradiso, no quería devolverlo, pero me exigió cumplir mi palabra y aquella edición que había estudiado con infinita devoción volvió a los anaqueles de la biblioteca de mi pueblo; años después el poeta Eduard Encina me la enseñó, alguien se la había donado. Encina descubrió que había estado en mis manos antes por las marginalias anotadas en sus páginas. No olvido sus palabras:
-¡Guajiro, se cuanto amas este libro, te lo regalo!
Por esas cosas inexplicables de la vida, alguien me lo pidió prestado y no tuve el acierto de anotar su nombre, así que lo perdí.
Gracias a una piadosa bibliotecaria, de las mejores de este país, volví a tenerlo, pero en una edición que tenía dos magníficos prólogos: uno de Cintio Vitier y el otro de Roberto Méndez.
Tengo una convicción profunda al terminar estas letras: será muy difícil encontrar lectores fornidos hoy que se atrevan a leer Paradiso. Paradiso no es para lectores epidérmicos de pantallas móviles.
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