sábado, 10 de octubre de 2009

De la resurrección de Macondo en el oficio solitario de escribir

Por Orlando concepción Pérez. (Poeta y narrador).

Me apoyo en José Martí y comparto plenamente su idea de que “Pensar es servir”, con la que adorna su ensayo “Nuestra América”. Nunca se debe olvidar lo expresado por la que considero la más importante figura histórica cubana de los siglos XX y XXI, en ocasión trascendental: “…al pueblo no le decimos “cree”; le decimos “lee””.

Cuando Arnoldo Fernández Verdecia entregó hace alrededor de cinco años su libro de ensayos “La soledad del oficio”, al consejo editorial municipal de Contramaestre, me correspondió el honor de formar parte del equipo asesor en el género Ensayo.

El libro fue aprobado y entregado a Ediciones “Santiago”, que también lo aprobó. Por tener más de las 60 cuartillas de máximo invariable, la mitad del mismo salió editado en el 2005 con el título “Leer La Edad de Oro con ojos de mujeres”.

Quedó el compromiso verbal del entonces director de la editorial, en el sentido de que al año siguiente, o sea, en el 2006, sería editado el otro volumen que, después de atravesar un azaroso laberinto consecuencia del miedo a las ideas ajenas, aparece ahora, con tres años de retraso.

Las ideas ajenas casi siempre tropiezan con defensores y detractores.

Lo primero que hoy debo entregar a los posibles lectores es una cordial invitación a “leer” esta breve obra, “La soledad del oficio”.

En sus introductorias “Palabras necesarias”, el autor escribe: “Este ensayo es mi modesta contribución al análisis de los límites y losa retos que enfrenta un escritor desde el interior de la isla de Cuba”. Cuando el pensamiento del escritor se convierte en letra de molde, ya el libro permuta su pertenencia. El público lector se adueña de él, lo lee una y otra vez en búsqueda de lo que sí o no el escritor dejó plasmado. Un escritor de cualquiera de los géneros no puede ser complaciente con el gusto de todos los lectores.

El “derecho” a expresar sus criterios es la gran “fuerza de los hombres”, escritores o no. Frente a sus ideas se levanta otra “fuerza”que puede convertirse en “el derecho de las bestias”, al decir de un filósofo de décadas pretéritas.

Arnoldo Fernández acude al arsenal de sus lecturas para expresar ideas que conduce a que “un escritor debe estar comprometido con la creación intelectual y no con un príncipe”.

Establece el joven autor dos posibles eventualidades en la posición crítica del que se enfrasca en el oficio solitario, y se declara partidario de la autonomía como rechazo a los placeres del servilismo

Invito a los lectores a “descubrir” en la contra-portada algunas incongruencias, que parecen mostrar la inconformidad con los planteamientos del autor. Si cada ensayo es, entre otras muchas cosas, la visión del autor, ¿a qué viene dejar impreso en el libro aquello de que “Con una manera particular de abordar el ensayo, Arnoldo Fernández Verdecia enjuicia y propone, desde su óptica personal”?.

Me tomo la libertad de establecer un monólogo muy personal con ese juicio, también personal, de enfrentar al ensayo. Todo ensayo se aborda con “una manera particular”. Todo ensayo es el juicio del autor sobre el tema enfocado. ¿Con cuál óptica se le exige a un autor que se exprese si se despoja de “la personal”?. Dejo la necropsia de esa contradicción antagónica a quien se encargue de reseñar el libro.
Hay tela por donde cortar: las incongruencias de la contra-portada, la monotonía del blanco y el negro en la cubierta, la limitación al número de páginas de la que se alejan otras editoriales territoriales. De esas pequeñas cosas se podrán ocupar otros escritores.

Fernández Verdecia ejercita su derecho a pensar, y no vacila en apoyarse en firmas que prestigian a la ensayística, a la crítica o a la narrativa, en un abanico que se extiende desde Martí a Carlos Marx, sin omitir a otros muchos pensadores, para llegar a conclusiones de las que algún lector puede si o no coincidir o disentir. Ese es el derecho del lector. El derecho del autor es dejar expresadas sus ideas, frutos de su pensamiento.

Existen lectores comprometidos con alguna forma de pensar, sensibilizados por ciertas expresiones que, quizás involuntariamente, pueden servir de sayo a quienes les sirve el sayo.

Sin adherirme sacrosantamente al Calibán, considero que el compromiso del escritor, con sus ideas y no con sus placeres, merece un sitial de preferencia, sobre todo cuando los placeres sirven de intento de soborno para rehuir a la ética, cuando el escritor esgrime la defensa intransigente para la libertad reglamentada para el pensamiento.

Cuando se menciona la palabra “poder”, los que piensan superficialmente de inmediato identifican al “poder” con la “legalidad”, aunque ese “poder” viole la “legalidad”. No creo que alguien que ha padecido la existencia escritural en lo que mal se llama “el interior del país”, argumente con solidez la oposición a
los criterios del autor de “La soledad del oficio”.

¿Acaso no es absolutamente cierto que “El ejercicio de poder local en el interior necesita una estética que apunte hacia su funcionamiento”?. Para enaltecer o despedazar lo que merece ser enaltecido o despedazado, un escritor ha expresado en una muestra de su narrativa: “…por eso escribo, así de alguna manera soy un dios y hago mi mundo, mi gente, mi dolor, y nadie me lo puede quitar”.

Discrepo de la editorial en su afirmación de contra-portada de que “el llamado “interior” del país, ya no (es) tan desconocido ni ajeno”. Todavía desde su cúspide inmortal, alguien puede escribir, con una actualidad desconcertante: “•(…) me aturden las palabras y el traqueteo de la máquina de escribir”.

Si alguno de los escritores del país se siente aludido por no haber sabido enfrentar “virilmente” al “discurso del poder local” en su enfrentamiento al de las letras, eso es sólo un incidente de tipo personal, que en nada disminuye el valor de lo expresado por Fernández Verdecia en su libro.

José Martí nos enseña día a día: “Odiar es quitarse derechos” y “El odio no construye”, además de advertir que “El cariño es la llave del mundo. Y el odio es su estercolero” (O.C. 5:363).

Sé que los buenos lectores rehuyen el estercolero, y tras la paciente lectura de “La soledad del oficio”, utilizarán la llave del cariño para abrir las ventanas del mundo.

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