Nada más saludable que el mamoncillo; el tiempo se va y los cuescos forman islas. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Uno siente el raro misterio de
estar en un punto de la geografía donde el tiempo no pasa y no queda otra cosa que aferrarse al “reino
del mamoncillo”. Para algunas personas es algo tonto, comida de ingenuos, o
sencillamente entretenimiento
banal; yo no lo creo así. Si lo
aprecias desde un punto de vista negativo, pudiera pensarse que comprar unas
macetas y sentarse a la sombra de una guásima e iniciar la aventura del chupar
infinito, es algo sin sentido en la vida, con tantas cosas importantes por
hacer. Si lo analizas desde el costado del hombre humilde, sin acceso a las
instalaciones turísticas, no porque no tenga derecho a visitarlas, sino porque
el bolsillo no da para pagar 40 dólares por día, en lugares como Guardalavaca o
Varadero, entonces nada más saludable que el mamoncillo; el tiempo se va y los
cuescos forman islas, donde la germinación tarda, pero se consigue, aunque a
veces salen machos y la hembra no aparece por ningún lado. A la gente no le
gusta cultivar árboles de mamoncillo porque demoran mucho en ser adultos y se
corre el riesgo de una planta masculina. Las variedades femeninas crecen
silvestres, se multiplican por accidente y en ello tiene el protagonismo fundamental
el murciélago, muy goloso, junto al hombre, de esta frutilla; la cargan y la
van esparciendo por montañas, desfiladeros y lugares a veces inhóspitos; así ha llegado a nosotros y uno no sabe si
agradecerla o maldecirla; porque atraen
a niños, jóvenes, adultos; de gajo en
gajo, de los más gruesos a los más finos, cada año, muchas familias pierden a
un miembro o otros quedan paralíticos;
lo cierto es que el goce del cuesco chupado nos toma, es una especie de
embrujo, algo mágico, yo diría que sublime, porque nos domina y controla el
paladar, atento al vocerío en lo alto, a Urbanito desmochando macetas; a Cuca
armando montones de a peso; los encargos de días anteriores; toda una fiesta que obliga a preguntarse
quiénes descubrirían el goce del cuesco chupado, lo benigno de esta fruta para
el hombre: ¿Serían los aborígenes
cubanos de oriente? ¿Acaso los conquistadores? No he querido contaminar mi
crónica sobre el reino del mamoncillo, con palabreos meta-históricos, porque en
honor a la verdad me llamarían entonces tonto chupa bolas y haría el ridículo. Prefiero
encontrarme entre los humildes de la tierra, con muchos deseos de irme a uno de esos
lugares deliciosos de mi isla, pero mi solvencia financiera es tan limitada que
solo da para hacer de agosto un mes ideal y sentir que el tiempo pasa, cuando
los árboles ya no complacen el chupar infinito del cuesco y empiezan el mudar
de las hojas.
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