Por
Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
El
hombre crece en la “Utopía” de un mundo más justo; se alimenta de sus mitos
fundadores; cree posible ser algo más que un cruzado tras sus ideales, por
encima de las reglas que el funcionariado presente en toda época impone. Sabe
de los que viven a la sombra de los buroes, los que califican y dividen según
lo que estiman "políticamente correcto". Cree ingenuamente que hay mañana y se
esfuerza por caminar a ella. Lo siguen pueblos enteros; se alimentan de su
ingenuidad, porque hace falta una alta dosis para tomar el cielo por asalto y
hacer un mundo donde quepan todos. No teme a los perros, atentos siempre a la
señal del cambio, prestos a morder cuando alguien ordena. Sube a los picos más
altos de la montaña;
baja y vuelve a subirlos, porque eso hermana hombres y siembra ideales. Nunca
ha temido el mundo desde las alturas, porque producen vértigo o ayudan a entender
a los seres humanos. Lo importante no es detenerse en la guardarraya a ver
pasar los totíes, ellos comerán arroz siempre, aunque quemen su pico. Hay que seguir, empeñarse en la luz; no todos
pueden verla cuando el mundo se desploma. “Quiero ser como el Quijote”, dicen los
jóvenes; pero no entre las reglas que alguien maneja. Se aspira a la
“Utopía” para hacer mundos nuevos; ser algo más que unos sobrevivientes; edificar
más allá de la imaginación; sentir que no hay límites, porque si los hay,
entonces "ser luchador" es un acto de demagogia, una figura retórica que no sirve
de nada. Virgilio Piñera escribió: “el mundo es una lucha entre quijotes y antiquijotes”, donde casi siempre los últimos llevan las de
ganar, porque imponen la voluntad del zombi. Los primeros terminan convertidos
en héroes románticos; son los llamados “idealistas”, pues sirven de inspiración
a los pueblos en el idílico intento de mejorarse espiritualmente.
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