Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Nadie como él para cuidar el hogar, los animales del patio.
Mientras duró su juventud era muy valorado en su territorio, pero al llegar la vejez muchas cosas cambiaron.
Su cuerpo ya no era el mismo, comenzó a perder la visión, no corría con la velocidad de antes, el oído no era tan perfecto, el olfato tampoco. Las pulgas invadieron su pelo. Las garrapatas su piel.
A pesar de todo, luchó por ser el de antes, pero era difícil ir contra el tiempo.
Una noche violaron la propiedad de su amo y salió a enfrentarlos con la misma valentía de antes, pero un líquido extraño llegó a sus ojos y todo oscureció, cuando despertó casi no veía, lagrimales intensos no pararon de llover sobre sus párpados, ¡duele el alma mirar sus ojillos!
Debe tener más de quince años, tal vez más, pero es un luchador, por eso recorre calles y avenidas del pueblo buscando algo de comer, pero vuelve a casa, ¡su lealtad es conmovedora!
Siempre tiene sed, a veces la apacigua en un charco, una tubería rota o en cualquier lado donde sea posible beberla.
Duerme al aire libre, no le importa el sereno, mucho menos las picadas de cualquier insecto nocturno.
Tenemos una relación especial, sabe que amo los animales, sobre todo los perros; de hace unos días a acá intensos aguaceros lo hicieron emigrar al portal de mi casa, así que le puse un chor viejo, lo alimento, no le falta agua fresca y acaricio su cabeza muy suave en las mañanas y cuando llega la noche, al sentir mis manos, ¡aúlla como un perro bebé!, ¡aúlla muy triste!, ¡aúlla y me conmueve!, a él le cuesta creer que lo amo.
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