Por Arnoldo Fernández V.
- ¡Hay pasteles! ¡Pasteles! ¡Pasteles! ¡Pasteles!...
Le pregunto si tienen guayaba, me responde que no es el que los hace, sólo los vende.
Hace tiempo no los saboreo; se ven muy buenos, aunque delgados para el precio que tienen.
En la cubeta sólo quedan dos, los cojo. Salgo a caminar rumbo a casa, pues no tengo dinero encima. Me sigue.
Al llegar, entro, tomo el dinero y salgo a ponerlo en sus manos. Su frase ante mi generosidad de comprarle los últimos de su venta fue conmovedora:
-¡Gracias padre!
Me dio la mano y se perdió en la noche oscura. Era un muchacho trigueño de apenas 19 o 20 años.
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