jueves, 12 de abril de 2018

EDUARD ENCINA NO DEJÓ DE BOXEAR*

Eduard Encina junto a una de sus pinturas.
Rafael J. Rodríguez Pérez. 

Yo le decía el boxeador. Lo había sido, con éxito, pues era muy fuerte, y en cierto sentido siguió siéndolo hasta el final, solo que sus golpes, fortísimos, no iban ya dirigidos a mentones de oponentes físicos, sino a procesos, a actitudes, a poses que agreden cada día a la cultura cubana, que es decir a la patria profunda, a la que el boxeador amó con una intensidad digna de encomio.

Era un fanático de Cuba, de su Baire natal, de su gente campechana y sencilla. Había hurgado, hasta el dolor, en nuestra historia, y la citaba y manejaba con la soltura de los apasionados. La historia para él no era nunca pasado o peso muerto, sino levadura y fervor, índice luminoso señalando el futuro. Rabí, Lora o Quintín eran sus socios. Martí, su padre; y a veces, como yo mismo, de tanta devoción y cariño, solía llamarlo simplemente Pepito.

Durante muchos años disfruté el privilegio de su verbo cuando arrancaba a hablar de estas cosas del alma, o cuando nos las daba convertidas en poemas, como elixires vivos, y jamás me cansé ni dejó de asombrarme su talento creciente, su hambre de mundo, su prisa contagiosa de vivir, de soñar, de leerlo todo, de amar hasta las heces. En ocasiones parecía un perseguido, ¡A tal velocidad se movía por la vida!; en especial su pensamiento, siempre diez pasos por delante de él mismo, y de una honestidad tan belicosa y tan compleja como sus propios poemas.

Ya no recuerdo exactamente cuándo nos conocimos, pero debió de ser en una de las reuniones del grupo Hacedor, en casa de Enilsa Lemes y Delis Gamboa. Convocados por la literatura, nos reuníamos allí al menos una vez por semana. Eduard era de Baire, a unos 7 kilómetros de Jiguaní, y lideraba ya su notable grupo literario del Café Bonaparte, pero no se perdía ni una sola de nuestras tertulias, en las cuales llevaba, es preciso decirlo, la voz cantante, pues de todos nosotros era el más enterado de la realidad literaria del país, de las nuevas tendencias y voces. Sus poemas eran también brillantes, cargados de sentido y a veces de una irónica cólera que mostraba, implacable, los dolores profundos de una región y una isla a la cual defendió siempre con la entereza de un mambí. Sin dudas transitaba por esa época hacia su conversión definitiva en un formidable líder de opinión a nivel nacional. Su valentía, talento, visión artística e inteligencia práctica lo situaron en una posición prominente en el panorama cultural cubano. Y todo ello desde el oriente del país, desde las “áreas verdes”, las “no zonas”, alejado de casi todos los centros de poder. No suena a cosa fácil ¿verdad? No lo es. Es más bien una hazaña tremenda, y no exagero un ápice ni doy tintes heroicos por gusto. Es la mera verdad.

A golpe de premios, de trabajo, de periplos insomnes, simpatía y franqueza total, el boxeador macheteó la manigua y no solo abrió brechas para él y otros muchos, sino que finalmente se elevó sobre ella, en una mano el arma afiladísima, su poesía, y en la otra, un haz de bejucos nutricios que mantenían su alma en comunión perenne con su tierra. Esa sería una manera justa de pintarlo: emergiendo del monte, con un largo machete de letras, y una explosión de lianas germinando de él, conectadas al suelo, al corazón, al cielo…

El boxeador libró luchas difíciles. Pero no se cansó. No una vez, sino muchas, dijo lo que había que decir en el lugar y el momento adecuados: ante las cámaras, ante los decisores, frente al mundo. Su arsenal de argumentos no se agotaba nunca, y solía desplegarlo con la maestría de un tribuno moderno. Era pura pasión, lógica y fe. Estoy seguro que encarnó, innumerables veces, lo mejor y más sano de una patria que adoró como pocos.

Recuerdo una ocasión, en mi casa jiguanicera, siempre abierta a todos mis amigos, en la cual nos reunimos a hablar de literatura. El boxeador había “descubierto” a los grandes filósofos y estaba como en trance, conectando su experiencia de vida con aquellos universos intensos que han explicado al mundo desde sus perspectivas. Un tema apasionante, sobre el que me lancé, pues la filosofía es uno de mis grandes amores. En un momento dado —tengo ese problemita— ya la “conversación” había derivado hacia un monólogo. Me di cuenta de pronto por la cara de Eduard, henchida de un asombro hilarante. Entonces, sonriendo, me callé. Iba a pedir disculpas, pero me lo impidió su abrazo. “Coño, muchacho”, dijo, “Mira que yo he perdido tiempo. Cuando tenía tu edad, yo estaba todavía comiendo mierda por ahí.” Y hablando para todos, exclamó: “¡Señores, hay que apurarse!” Eduard nos llenó de momentos así. Tampoco olvidaré su cara, pegadita a la tierra, escuchando el “corazón de Martí” en el sitio donde El Apóstol fue sepultado por primera vez. Era un ritual hermoso, que él se encargó de alimentar con todo su pasión de martiano en un evento que ostentaba, y ostenta, el mejor de los nombres: Orígenes.

Tampoco creía en quejas, ni andaba tolerándolas. Podía “cantarle las cuarenta” a cualquiera, especialmente a los amigos. Y luego te abrazaba y si había que llorar, lloraba, y si reír, era su carcajada la más alta, y si beber, era la más perfecta compañía.

Al volver de su entierro, con el alma en los huesos, algunos de sus íntimos no supimos “estallar” de otra forma que reunirnos a beber en su nombre algunos rones. “Él habría hecho lo mismo”, dije. “Vamos a homenajearlo como es”. Terminamos borrachos, hablando de poesía, de Martí y sus discursos, de Cubita la Bella, cantando a voz de cuello las trovas inmortales que el boxeador amaba y defendía. No hubo botella descorchada de la cual no bebiera primero, ni poema que no le dedicáramos, ni lágrimas que no cayeran prontamente en su alma. El boxeador estuvo entre nosotros esa tarde, y era el único alegre de verdad.

Fue un ser humano realmente excepcional, por demás, un gran poeta; condiciones muy raras y más raras aún conjugadas en un único ser. A veces, para no decir siempre, quisiera tener la fuerza de su poético brazo para dar un nocaut a tanto farsante y sus compinches, encarnar la valentía que tuvo, su forma de confrontar la vida y de encausarla, su gran capacidad de trabajo, pero sobre todo, su fe sin cansancio posible en todo cuanto amó y soñó.

Mi boxeador, mi hermano, si puedes escucharme, ayúdame por Dios a parecerme a ti todo el tiempo que me quede de vida. Sé que el listón es alto, pero debo intentarlo. Cuba nos necesita. Tú lo sabes.

12 de abril de 2018, Santo Domingo, República Dominicana.

*Tomado de su página en Facebook

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