La Muerte de Maceo (1908). Óleo S/T de Armando García Menocal. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Noches antes del día 7 de
diciembre de 1896. El Mayor General, Antonio Maceo y Grajales tiene sueños extraños; sátiros de la mitología griega
acompañan su cuerpo camino a la
muerte; su madre conversa con él.
Meses antes, malos cubanos siembran intrigas sobre él en el campo de la revolución;
Máximo Gómez quiere
tener un encuentro; no puede
aplazarse. La discriminación racial está en la mentalidad de muchos; no toleran la grandeza del hombre de
Baraguá, su intransigencia
revolucionaria, la radicalidad de su pensamiento político.
Desde Pinar del Río, en el extremo occidental de Cuba, pone en jaque
mate a las tropas del capitán general español, Valeriano Weyler; cruza la Trocha de Mariel a Majana
varias veces, burlando un sistema de
alumbrado y postas casi infranqueable.
En su cuerpo, muchas heridas, más de
veinte. El invierno en el occidente de la
isla es más crudo. A Antonio le cuesta levantarse cada madrugada de la hamaca
rebelde; sus ayudantes comprenden que pierde fuerzas. Está envejeciendo. Tiene 51 años cumplidos.
El día 6 de diciembre está en Punta
Brava, tierra de La Habana;
va a reunirse con Gómez; tiene fiebre muy alta durante el día y parte de la noche. Duelen las
viejas heridas; las ordenanzas friccionan las piernas para aliviarlo. El general José Miró
Argenter lo ve agitarse en la hamaca durante el sueño y escucha frases incoherentes. Al
amanecer cuenta a Miró su sueño. Dice que vio a su padre, a su madre y a todos
sus hermanos muertos. Estaban a su lado y lo llamaron:
"Antonio, basta ya de lucha, basta ya de gloria". A su médico, el doctor
Zertucha, dijo: “Tengo el presentimiento de que me van a matar”.
A las once de la mañana del 7 de
diciembre de 1896, tiene tiempo para
escuchar la lectura de la Batalla de Coliseo, en
“Crónicas de la guerra”, de José Miró. De pronto se oyen detonaciones; siguen
descargas cerradas. La exploración mambisa no puede avisar y los españoles
sorprenden el campamento insurrecto. Maceo se sobrepone al agotamiento por las
fiebres y junto a 45 hombres parte a la carga;
una cerca de alambres lo detiene, ordena cortarlos, dice al general Miró:
“Esto va bien”. Un proyectil penetra por el lado derecho de su cara, cerca del
mentón, y sale, con ruptura de la arteria carótida, por el lado izquierdo del
cuello.
Al enterarse de lo sucedido,
Panchito Gómez Toro, el hijo de Gómez, sale con un
brazo en cabestrillo del campamento en busca del cadáver de su
jefe. En un gesto supremo de lealtad, muere a su lado.
Antonio Maceo Grajales soñó
muchas veces la muerte, pero la noche del 6 fue crucial; sus muertos
amados hablaron con él; incluso Mariana; vio imágenes donde los sátiros
acompañaron sus restos al descanso final; su espiritualidad sentía la
proximidad del deceso; el 7, ya casi al mediodía, después de un baño de
historia, fue a encontrarse con ella y hoy, 122 años después, el pueblo de Cuba,
lo recuerda como el hombre que tenía tanta fuerza en la mente, como en el brazo.
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