sábado, 29 de enero de 2022

DUELE SER CUBANO

Por Arnoldo Fernández Verdecia 

Hago el mismo recorrido de todos los días. Busco a los amigos que no están, necesito hablarles de la vida, las cosas… pero mis amigos habitan en otra parte, o se han ido a algún país, o están muertos, o se han alcoholizado, o ya no son mis amigos.

Hay una fiebre enorme de huir a cualquier lado, a algún sitio donde se pueda estar tranquilo, reunir unos quilos y regresar a reunirse con aquellos que una vez estuvieron, con los que permanecen leales, o con la familia dispersa. Lo ideal es una playa, un río, el asado de un puerco en medio de la calle, una finca o, simplemente, un lugar donde estar unidos; al menos en esos instantes fugitivos, memoriosos, que nos hacen tan felices.

Un padre ha traído su niño desde Estados Unidos, lo he visto descalzo, metido entre la gente, lleno de tizne, tomando un café en el lugar de todos; —tiene al cubano en los genes, dicen sus cercanos. Así las cosas, la gente está viniendo de cualquier lugar a buscar a los suyos, a darse una dosis enorme de espiritualidad compartiendo una cerveza, un plato de comida, caramelos, chicles; lo que ayude a unir, dar alegría, repartir sueños.

Casi nunca se habla de política porque están agotados de lo mismo. La gente tiene sed de muchas cosas y esos amigos que llegan traen un espíritu que vale la pena compartir. Son cubanos hasta los genes, como el niño tiznado, cubanos que no traicionaron nunca, que se fueron por mejorar económicamente; deportistas, artistas, personas que hoy tienen mucho que darle a sus hermanos de la Isla.

Merecen volver, ser llamados ciudadanos, porque Martí fue puntual cuando escribió: «La patria no es juguete de unos cuantos tercos, sino cosa divina».  Solo con esos amigos puede montarse una bicicleta de agua en Varadero, o contemplar el azul del mar, las arenas blancas; los placeres de un capitalismo que una vez llamamos brutal y nos acompaña hoy disfrazado de pañuelos rojos.

Ahora hace falta esa gente que está afuera para darnos venturosos días de felicidad. «¡Mi familia, carajo! —dice un viejo octogenario al que saludo cada mañana. Hasta campos de golf para ricos están floreciendo, eso tampoco es para los cubanos de adentro como yo, porque con qué bolsillo entrar allí».

Las grandes ciudades embellecen. Los pueblos pequeños, como el mío, siguen con el mismo maquillaje de sus inicios. Las ciudades grandes viven de los pueblos pequeños. No hay manera de cambiarlo. ¿Con qué poder?

Vivo en un pueblo al que sus creadores llamaron «Mesopotamia oriental», tierra entre los ríos Cautillo, Jiguaní y Contramaestre, donde cualquier semilla era fruto de la noche a la mañana y el ganado se esparcía silvestre. De aquella Mesopotamia solo queda el recuerdo.

La gente que viene busca el pueblo bello, el de las viejas fotos; algunos quieren fundar, invertir, pero no hay manera de hacerlo. Lo que una vez José Martí llamó «crucero del mundo» es una metáfora inalcanzable. Pensar que aquí hubo libaneses, como Isaías y Erasme Tarabay, que crearon hoteles identificados con sus apellidos; emigrantes asturianos como Carnero, que también lo hicieron; gente de Galicia, Murcia, Canarias, Andalucía…Todo lo que habla del Contramaestre que somos, tiene un fuerte componente de riquezas traídas o creadas por inmigrantes…

El regreso a casa, día por día, me pone sentimental. Pienso en los viejos amigos: ¿dónde estarán?, ¿en qué mares del mundo?, ¿en qué pueblos?, ¿qué familias fundaron?, ¿qué huellas dejaron en la vida?

Mis dudas lastiman profundamente, como mismo laceran a muchos que una vez fueron amigos y hoy no lo son. Pablo Milanés me acompaña y cantamos, como hacen todos los que vuelven y encuentran a su gente:

¿Dónde estarán los amigos de ayer? (…) ¿Dónde andarán mi casa y su lugar, mi carro de jugar, mi calle de correr? ¿Dónde andarán la prima que me amó, el rincón que escondió mis secretos de ayer? Cuánto gané, cuánto perdí, cuánto de niño pedí, cuánto de grande logré. ¿Qué es lo que me ha hecho feliz? ¿Qué cosa me ha de doler?

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