lunes, 14 de febrero de 2022

EL PESO DE LA ISLA

Por Arnoldo Fernández Verdecia. 

Donde vivo todos somos el hombre que intenta levantarse día por día. Siempre el mismo círculo: potajes de frijoles negros, chícharos, arroz blanco; un trozo de cualquier vianda, ausencia de plato fuerte; al menos tengo la imaginación para recordar aquellos 80 que nunca volverán donde creíamos haber tocado el paraíso. Encerrado en el baño leo por media hora. Es mi mejor momento del día. Después, interminables jornadas siendo testigo de quejas, maldiciones, caracoles, palomas negras y cocos en todas las esquinas.  El odio alcanzando el cielo. En la calle, alguien busca vender cualquier cosa a precios elevados. La viejita jubilada pregona culantro de castilla; el discapacitado cucuruchos de maní, el viejo soldado limpia zapatos bajo un flamboyán, el guerrero de Angola raspa calderos por 60 pesos, el Testigo de Jehová vende truchas, el hijo de Juan el Misionero ensartas de mojarras, la vieja maestra turrones de maní, el profe jubilado botellas de vino tocadas con la misericordia divina, la vieja Carilda cigarritos; parece un circo donde cada uno interpreta varios personajes.

Desde la ventana la vida pasa muy lento, uno quiere andar pero es demasiado el peso.  Una amiga me pregunta, si es algo propio del año, otra dice, “es el calor, porque aquí casi no tenemos ni invierno”; lo cierto es que la gente lleva una carga aplastante e intenta salvarse con licores baratos, músicas locas para aturdirse el espíritu, excursiones al río buscando liberarse de lo malo, o comprar lo que puedan sus menguados bolsillos, “cualquier cosa”, dice la esposa de Marcos, “cansa lo mismo todos los días.” 

Soy muchas veces en la semana ese hombre que no consigue levantarse, todos somos ese hombre; luchamos por ser otros, pero al final nos aplasta el trillo, la calle, la carretera, los precios, el hambre, el zombi metido en el alma y uno quiere elevarse, creer en París, New York, London, Moscú, Madrid, Miami... 

Las preguntas de mi yo interior me acosan: 

— ¿Dónde están los sanos de corazón? 

— ¿Dónde los que no odian? 

— ¿Dónde los que no roban?

— ¿Dónde los que no mienten?

— ¿Dónde los que no envidian? 

— ¿Dónde los que dicen la verdad? 

— ¿Dónde la familia que alguna vez tuvimos? 

Al levantarme, la carga ahí, mirándome desafiante. Calzo los zapatos y salgo a la calle, todos lo hacen, buscan una felicidad que no consiguen traer en sus bolsos cuando termina el día. No queda otra que irse a la cama durante la noche, cerrar los ojos, imaginar, soñar. Hasta los sueños pesan, duelen.

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