Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Los que deben oír, ignoran el grito. Duele tanto silencio ante un pueblo que no se cansa de preguntar, porque cree que haciéndolo será escuchado.
La pregunta más reiterada: ¿cómo llegaron ahí? Algunos fingimos saberlo, otros, no nos interesa, una gran mayoría ni piensa en eso; pero ellos, ni siquiera se preocupan, interpretan sus personajes, son felices, tienen la despensa llena, compran lo mejor que llega a los comercios, mucha gente endulza sus bolsillos con detalles onerosos, cada vez son más los que tocan sus puertas y ellos las abren, los llaman amigos, van a sus fiestas, campo adentro, donde nadie puede verlos felices.
El abuelo de 85 años hace cola todas las madrugadas para comprar 10 panecitos, es la única comida que tiene durante días. El pueblo lo ve extinguirse en un cuerpo enconado por la desdicha, pero los que tienen que oír, son tan musicales, que para ellos sólo es un simulador que vende panes del Estado.
¿Cuándo van a oírnos?, dice el pueblo, pero los que tienen que hacerlo se olvidaron que alguna vez fueron pueblo, han perdido ese órgano de los sentidos y prefieren un país surrealista, donde la gente ve en los noticieros como el resto del mundo vive páginas amargas y en el suyo, todo es color rosa.
¿Cuándo van a oírnos?, dice el pueblo otra vez, pero la pregunta es ignorada, prefieren seguir como si todo fuera normal. Mientras dure la fiesta, llenarse los bolsillos es lo que toca. Montan caballos de coral y se pierden en la letanía de un sueño tropical del que no quieren despertar.
Tocamos fondo, tocamos fondo, el barco hundiéndose, dice el pueblo, pero los que deben oír, escuchan el invierno, allí parece estar la solución. Quieren ser como el país del invierno crudo.
¿Cuándo vamos a hablar de verdad?, dice el pueblo. Para qué hablar con el pueblo, si ya nos somos del pueblo, si ya somos otros, si en medio de la locura, aprovechamos para armar unos cuantos negocitos y asegurarnos el futuro. No nos interesa hablar, dicen.
¿Cuándo vamos a hablar de verdad?, repite el pueblo, pero ellos siguen en sus largas reuniones, en sus rituales, en un tiempo que quieren dure lo que sus vidas. Para el pueblo, la nada, para ellos, todo. Ellos mismos se escuchan, no hay más oídos en el reino. El oído del reino es el gran oído.
El pueblo un día se cansará de preguntarle a ese único oído. Moverá fuerte el árbol, tan fuerte que sólo quedarán las mejores frutas, si es que no se cae completo ante tanta fuerza unida que nunca fue escuchada.
El grito cada vez es más prolongado, lo escuchan reinos vecinos. Lo saben los del único oído, pero aún así, mejor el invierno más crudo, que un sol infinitamente generoso.
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