Por Arnoldo Fernández Verdecia
Un lucero aparecía en la madrugada sobre la cocina donde mi madre hacía el café. Siempre el candil como única luz en una de sus manos o sobre una vieja repisa de madera -en casa no hubo corriente eléctrica hasta el 31 de diciembre de 2000-. Ver los destellos asomarse en mi pequeño cuarto era mi despertador, saltaba de la cama y me iba con ella al fogón de leña. ―Busca unas brusquitas de leña para prenderlo, querido hijo —Eran sus palabras de bienvenida, acompañadas de un beso y abundantes caricias sobre los cabellos de un niño de cuatro años. Recorría el campo con alegría infinita, sin temor al rocío, ni a la noche que aún cubría su manto sobre el nacimiento del nuevo día; en breves minutos cumplía su encargo. Pronto, un humo azuloso salía entre el guano y un viejo árbol que nadie sabía el nombre. El olor a café recorría cada pedazo de tierra. El primer chorrito del colador lo tomaba mi madre, nadie podía disputárselo. Con ella aprendí que es el mejor, el más agradable al paladar. Me enseñó el punto ideal, no debía estar ni dulce ni amargo; lograr esa esencia me llevó años. Fue normal, por mucho tiempo, que yo le colara su café. Sabía identificar cuando salía de mis manos. Si otro lo hacía, la cubanía salía a flote: ―Está dulce ―O sencillamente lo llamaba aguachirre, en abierta alusión a su mala calidad. Si tenía el punto ideal, sus ojos brillaban como el lucero que nos recibía cada madrugada y decía: ―Lo coló mi hijo―. Con esa alegría de hacerle el “verdadero café” la acompañé muchos años. Mi ex-esposa nunca logró colar una infusión que se acercara a la esencia deseada por mi madre. Sus nueras tampoco se acercaron al sabor divino que un día aprendiera de la vieja Llalla en el caserío de Las Lajitas, lugar donde nació, cerca del poblado de Maffo, un 21 de diciembre de 1915.
El 28 de noviembre de 2011, lunes, a las 3:55 de la mañana, bajo un frío terrible, el espíritu de mi madre se fue de este mundo. En la morgue su cuerpo dormía. Todos nos despedimos, la besamos, fui el último en hacerlo para que llevara mi olor a la eternidad. El mismo lucero que nos acompañó en las madrugadas estaba allí. Ese día tomé café, mucho café, pero ninguno se parecía al que hacía para mi vieja.
Un día después de su muerte, regresé a mi casa natal, en el viejo armario seguía el perfume que le había regalado por su cumpleaños 95, las pantuflas blancas frente a la cama, el talco de tocador, la bata de flores, la toalla que tanto quería, la frazada de corazones rojos para el invierno... Su mota tenía un olor que no quiero olvidar, en su peine algunos de sus cabellos... Puse mi cabeza en su almohada y pude sentirla respirar, soñar incluso... Cerré los ojos, me parecía verla apagar el candil con una de sus manos, en un movimiento que nunca pude aprender antes de caer en los brazos de Morfeo; la vi macerar granos de café tostados en el pilón durante las madrugadas, o apurar el primer buchito del colador para que nadie que no fuera yo la viera, o alborotar a las gallinas con su pi-pi-pi, la canción que más me gusta recordar en su voz Recorrí la casa. Llegué al fogón de leña del que nunca quiso desprenderse, a pesar de los tiempos modernos; en el patio seguían sus flores, perfumadas, tan hermosas; todo parecía normal, pero faltaba algo irrecuperable... Fui al viejo balance, mi cuerpo descansó allí por un largo rato, sentí sus manos en mí apagado cabello y sus frases de aliento ante mis derrumbes: ―Tienes que seguir, hijo, no puedes detenerte. No dejaré de cuidarte, una madre nunca se va. Un aluvión de lágrimas invadió mis ojos. Ya nunca más estaría mi vieja amada, pero mi espíritu no quería aceptarlo.
Una semana después visité su tumba, mis ojos buscaron la palma cercana donde dormía el sueño eterno, sólo había un tronco, al parecer un rayo le puso fin. Con tristeza infinita recordé el amor de mi vieja por aquel árbol tan cubano, tan real. Cierro los ojos y aún me parece verla en la madrugada, con el sombrero de yarey protegiendo su cabeza. Evoco aquellos días memorables en que fui muy feliz a su lado. En mi mano derecha el ramo de sus más amadas flores, azucenas y mariposas. Me inclino ante la placa de mármol y converso como siempre lo hacíamos, tengo la certeza de que me escucha en las entrañas de la tierra; hablé de mis preocupaciones, esperanzas, futuros inmediatos, susurré tu nombre amor mío y un ligero sobresalto recorrió mi cuerpo, por un momento creí que me respondería y esperé. Cerré los ojos, la busqué en la memoria, la encontré a mi lado como siempre lo hizo, entonces recobré las energías silenciadas por el dolor y volví a un presente que nunca más sería el mismo. Tomé un coche tirado por caballos; atrás, el viejo tronco de una palma, un torrencial aguacero y unos huesos que veneraré mientras tenga vida.
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