Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Fui profesor, amé dar clases, mis alumnos, que hoy andan por el mundo, lo saben muy bien.
Cada clase para mí era como si fuera la primera vez: nervios, emoción, fe en no defraudar a mis púpilos.
La clase es un hecho creativo, porque te exige arte, ciencia y comunicación, envueltos en un todo hermoso y delirante.
Ser profesor es ir al futuro y volver al presente, enseñar a conquistar lo nuevo, sin negar lo viejo. Es enseñar a caminar con mirada propia.
Algunos simulan ser profesores, pero no creen en ellos, se conforman con la modorra del trillo, el mismo círculo y nunca sienten la emoción del resultado expresado en un ser humano, educado en valores y empeñado en el crecimiento profesional.
Fui profesor, un día dejé de serlo cuando aquella barbaridad llegó a nuestras vidas y de la noche a la mañana, el sistema quería que fueras cualquier cosa, menos maestro de lo que te habías graduado y amabas. Así que tomé el camino y dejé atrás lo que tanto quise; igual que a mí le sucedió a muchos.
Lo más importante para ser un buen profesor es saber mucho, amar el proceso de enseñarlo y ser un comunicador apasionado.
El alumno respeta al profesor que sabe, incluso lo admira y muchas veces lo convierte en referencia ética de su vida.
Pero, qué difícil ser profesor en Cuba, tan indefenso ante una economía despiadada, con el pensamiento puesto en la comida del hogar, las necesidades básicas, las medicinas...
Por mucho que quiera hoy, un profesor puede dar una clase muy buena, una sóla al mes, quizás a la semana, el resto las imparte como pueda, unas veces simulando, otras improvisando...
Hay que preguntarse: ¿Por qué los alumnos más brillantes casi nunca eligen ser profesores? ¿Quiénes son los que eligen ser profesores? ¿ Qué haría falta para que el profesor sea más valorado por la sociedad?
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