Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Nunca pensé que estaría escribiendo, décadas después, un texto como este, desde la condición de "no conectado." Es increíble, e inaceptable, después de años de gestionar contenidos culturales, artísticos y de pensamiento, de la Cultura local de la que soy parte, sentirme marginado hoy de la red digital, supuestamente por una cacareada “obsolencia tecnológica.”
Creo que está en marcha una “nueva moral”, basada en la obsolescencia de los medios que sostienen los servicios que presta ETECSA, única empresa de comunicaciones en Cuba, para justificar un retroceso a la condición de “no conectado”. ¿A quién beneficiaría un proceso así?
Según Olu Oguibe, la red funciona en varios niveles:
"Como medio, puede ser manipulada para realizar una categoría enteramente nueva de productos y situaciones culturales."
"...como vehículo para la transmisión, distribución y evaluación crítica de esas formas y contextos culturales."
"...posibilita la comunicación y la colaboración entre artistas, así como entre artistas y otros productores de contenido fuera de la arena cultural."
"...como medio de información e intercambio de mercancías."
Como gestor de contenidos culturales, desde lo local, a partir de 2006, luché por existir en la red y conectar con usurarios interesados en los productos que compartía. Asociado a este proceso, surgió una "nueva retórica" de defensa de la red, donde los "conectados" eran los que pertenecían a esas comunidades imaginadas que surgían. Los "no conectados" eran desechados como "personas insignificantes."
Mi lucha, a partir del segundo lustro del 2000, en lo local, la enfoqué a la argumentación de sumar la mayor cantidad de personas a la condición de conectados, y alfabetizarlos en la gestión de contenidos culturales y de pensamiento crítico, dirigido a conectar con una migración local dispersa por todo el mundo. Confieso que en principio fue hermoso, pues se alcanzaron resultados notables, hasta donde fue posible, porque siempre el "ojo orwelleano" estuvo sobre nuestros pasos, e incluso fuimos adversados varias veces, hasta cuestionados por esos mismos contenidos que prestigiaban la Cultura local de la que éramos parte.
Los avances tecnológicos y la conexión llegaron pasito a pasito; primero en salas de navegación de ETECSA, en parques wiffi, en centros de trabajo priorizados, Nauta hogar, hasta la democratización total al darle acceso a la condición de conectados, a todos aquellos que pudieran comprar un móvil, una línea y pagar un servicio de conexión mediante datos, muy caro, pero que muy pronto llegó a la mayoría, para convertirse en una "conquista social." Nacía así una moral que hacía creer a todos en nuevos cauces de libertad, desarrollo personal y comercio digital de amplia resonancia.
Lo que habíamos venido preparando, en materia de pensamiento crítico y contenidos culturales, no resistió la avalancha e intercambio de mercancías que invadió todo. Revolico antes era una página dedicada al comerció electrónico, una tienda virtual al alcance de los conectados. Al llegar la navegación por datos móviles, surgieron numerosas caricaturas de Revolico; todo el que quería tener una tienda virtual la llamó así, y le agregó un apellido territorial. A través de los revolicos se difundió de todo, hasta volverse un proceso incontrolable, anárquico.
La red de artistas e intelectuales que habíamos creado en Contramaestre, para articular un pensamiento crítico, libre, capaz de gestionar contenidos culturales y llegar a los migrantes de lo local por el mundo, le costó existir en medio de esa anarquía de revolicos, porque muy pronto las audiencias necesitadas de comprar mercancías de primera necesidad se desplazaron a ellos.
Otra nueva retórica, el "síndrome de la sospecha", comenzó a socializarse desde las instituciones, en contra de la comunidad imaginada por blogueros y activistas en redes sociales”, que habían conectado con audiencias globales, urgía destruirlas por los peligros que entrañaban para el ejercicio de la Cultura en lo local. A partir de ahí, artistas e intelectuales fueron obligados a pasar numerosos filtros, si querían existir en la red y publicar contenidos. El miedo entró en muchos, y lo que creíamos un "palenque de resistencia" se desplomó; cada cual sobrevivió en la red como pudo. La mayoría emigró a la comunidad de intercambio de mercancías y servicios; otros se fueron del país, o a otras provincias. No resistieron la presión de las instituciones políticas y de seguridad, que actuaron, sobre cada uno, por separado.
Lo que pudiera haber ayudado a la articulación de una “moral crítica en la red”, lo que McLuhan llamó, "campo global unificado de conciencia", fue descalificado desde los grupos de presión política en lo local, asesorados por los servicios de seguridad. Todo activista, influencer, del sector intelectual, o artístico, era potencialmente visto como "enemigo", así fue, aún lo sigue siendo.
Desde hace unos meses, la supuesta obsolescencia que sostiene la visión de "conectado", asoma como argumento para justificar la normalización del retorno a los "no conectados." Otra vez gravita sobre nosotros, los normales como dijera el poeta, el hecho de ser considerados "personas insignificantes." Lo triste es que no existe una moral crítica en la red, articulada por las mayorías como resistencia cultural, para interpelar ese recurso al que apela la hegemonía política, vital hoy para imponer su poder en momentos donde el "relato altruista" es altamente adversado por otras narrativas en la red.
De imponerse como estrategia hegemónica, el recurso a la obsolescencia para sostener la “condición de conectados”, desaparecerá el poquísimo albedrío que aún nos queda en materia de información.
Termino estas líneas en el parque wiffi de mi pueblo, Contramaestre, donde a duras penas consigo captar la 4 G. En casa, hace un tiempo razonable, es muy inestable la comunicación mediante datos móviles. En cualquier momento desaparecerá para siempre, y la gente terminará aceptándolo como algo normal, igual que los apagones.
BIBLIOGRAFÍA
OLU OGUIBE: La conectividad y los no conectados, en Criterios, La Habana, nº 33, 2002.
* Imagen: El grito de los desconectados.