Por Arnoldo Fernández Verdecia
Hace muchísimos años creo en su don divino. Nadie como Inés para dejar correr sus manos por los brazos primero, luego por las piernas.
Cuando encuentra el empacho, sus palabras llegan como bálsamo:
-¡Aya yai! ¡Uhh! ¿Te dio fiebre, verdad?
Y uno responde afirmativo, porque dijo el problema con sabiduría infinita, pero sobre todo con sensibilidad.
Hace mucho viste de blanco, es una promesa de por vida, tiene que ver con su hijo y su esposo, están en el cielo y desde allí la cuidan.
Tiene 80 años y no me canso de admirarla por sus modos educados de ayudar al prójimo. Recorre el pueblo, deja de almorzar o comer si tiene que sobar a alguien. Todo se subordina a la idea del bien, si no lo hace así, es malo para ella.
Cuando termina, la cura se resume en tres saltos que uno debe dar, mientras ella dice:
-¡La fe!
-¡La esperanza!
-¡Y la caridad divina!
Sus manos alivian, curan, son milagrosas. El día que no las tenga, a mi cuerpo le costará aceptar otras que no sean las suyas.