Por Mario Vargas Llosa
En The New Yorker
del 7 de septiembre de este año hay una “Carta abierta a Wikipedia” del
novelista norteamericano Philip Roth que es sumamente instructiva. Cuenta cómo
Roth, al descubrir la descripción errónea que hacía Wikipedia de su novela The
Human Stain (“La mancha humana”), envió una carta al administrador de esa
enciclopedia virtual pidiendo una rectificación. La respuesta que obtuvo fue
sorprendente: aunque la entidad reconocía que un autor es “una indiscutible
autoridad sobre su propia obra”, su sola palabra no era suficiente para
que Wikipedia admitiera haberse equivocado. Necesitaba, además, “otras fuentes
secundarias” que avalaran la corrección.
En su carta
abierta, Philip Roth demuestra, con precisiones y datos fehacientes, que su
novela no está inspirada, como afirma Wikipedia, en la vida del crítico y
ensayista Anatole Broyard, a quien conoció muy de paso y cuya vida privada
ignoraba por completo, sino en la de su amigo Melvin Tumin, sociólogo y
catedrático de la Universidad de Princeton, que, por haber usado en una clase
una palabra considerada despectiva hacia los afroamericanos, se vio envuelto en
una verdadera pesadilla de ataques y sanciones que por poco destruyen su vida,
pese a sus muchos años dedicados a combatir como intelectual y académico la
discriminación y el prejuicio racial en los Estados Unidos. Philip Roth publicó
esta carta abierta en The New Yorker para tratar de contrarrestar de algún modo
una falsedad respecto a su obra que la multitudinaria Wikipedia ha desparramado
ya por el mundo entero.
No es esta la
primera vez que el gran novelista norteamericano da esa batalla quijotesca en
defensa de la verdad. Hace algunos años, descubrió en The New York Times que le
atribuían una afirmación que no recordaba haber hecho. Después de no pocas
gestiones y esfuerzos consiguió llegar a la fuente que había utilizado el
diario para citarlo: una entrevista en un diario italiano, firmada por Tommaso
Debenedetti. Que él no había dado jamás. Gracias a esta investigación, se
descubrieron las proezas fraudulentas de Debenedetti, que, desde hacía ya
varios años, publicaba –en la prensa de Italia y otros países– reportajes a
personas de diversos oficios y funciones inventadas de pies a cabeza (yo merecí
el honor de ser una de sus víctimas, y, otra de ellas, nada menos que Benedicto
XVI). Demás está decir que las setenta y nueve colaboraciones falsas del
personaje no han merecido sanción alguna y la historia de su fraude ha
convertido al simpático Tommaso Debenedetti en un verdadero héroe de la
civilización del espectáculo.
Ahora quisiera yo
meterme en este artículo y contar dos episodios de mi vida reciente que
muestran una inquietante vecindad con lo ocurrido a Philip Roth. Estaba en
Buenos Aires y una señora, en la calle, me detuvo para felicitarme por mi
“Elogio a la mujer”, que acababa de leer en Internet. Pensé que me confundía
con otro pero, pocos días después, ya de regreso al Perú, dos personas más me
aseguraron que habían leído el texto susodicho y firmado por mí. Finalmente, un
alma caritativa o perversa me lo hizo llegar. Era breve, estúpido y de una
cursilería rechinante (“La verdadera belleza está en las arrugas de la
felicidad”, “Todas las mujeres bellas que he visto son las que andan por la
calle con abrigos largos y minifaldas, las que huelen a limpio y sonríen cuando
las miran”, y cosas todavía peores). Pregunté a amigos fanáticos de la red si
había alguna manera de identificar al falsario que había pergeñado esa
excrecencia retórica usando mi nombre y me dijeron que en teoría sí, pero en la
práctica no. Porque no hay nada más fácil que borrar las pistas de los fraudes
retóricos, inyectando mentiras y embauques de esta índole. Podía intentarlo,
desde luego, pero me costaría mucho tiempo y sin duda bastante dinero. Mejor me
olvidaba del asunto. Es lo que hice, por supuesto.
Hasta que, uno o
dos años después, recibí una llamada de un periodista de La Nación, de Buenos
Aires, el diario que publica en Argentina mis artículos. Me preguntaba, sorprendido,
si yo era el autor de un texto, firmado con mi nombre, titulado “Sí, lloro por
ti Argentina”, que era una diatriba feroz contra los argentinos y que andaba
circulando por Internet. En este caso, el texto que me atribuían era infame,
pero no estúpido. El falsificador lo había urdido con una astucia cuidadosa,
tomando frases que efectivamente yo había usado alguna vez, por ejemplo para
criticar la política de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner o la del
presidente Hugo Chávez, de Venezuela, y adobándolas con vilezas y vulgaridades
pestilenciales de su propia cosecha (“el desquiciado, paria, bestia troglodita
de la extinta y queridísima República de Venezuela”, “El peronismo es el
partido de los resentidos más aberrantes, llenos de odio, de rencores
viscerales, fanáticos, fascistas, enfermos de rabia inexplicable” y lindezas
por el estilo).
Consulté a un
abogado. Me explicó que el tema de los derechos de autor, del copyright, en el
mundo digital es todavía un bosque confuso, objeto de múltiples negociaciones
en las que todavía nadie se pone de acuerdo, y que, aunque en principio,
mediante una larga y costosa investigación, podría llegar a la fuente de donde
había salido originalmente el texto fraudulento, probablemente el esfuerzo
sería inútil pues el o los falsificadores habrían tomado las precauciones
necesarias para borrar las pistas, lanzando el artículo calumnioso no desde su
propia computadora sino usando alguna de las que se alquilan en cualquier
cibercafé. ¿No había nada que hacer, entonces? En realidad, no. O, más
bien, sí: tomarlo a la broma y olvidarse.
Y aquí llegamos a
la parte más seria y trascendente del asunto, más permanente que lo anecdótico.
La revolución tecnológica audiovisual, que ha impulsado las comunicaciones como
nunca antes en la historia, y que ha dotado a la sociedad moderna de unos
instrumentos que le permiten sortear todos los sistemas de censura, ha tenido
también, como perverso e impremeditado efecto, el de poner en manos de la
canalla intelectual y política, del resentido, el envidioso, el acomplejado, el
imbécil o simplemente el aburrido, un arma que le permite violar y manipular lo
que hasta ahora parecía el último santuario sacrosanto del individuo: su
identidad. Técnicamente es hoy día posible desnaturalizar la vida real de una
persona –qué es, cómo es, qué hace, qué dice, qué piensa, qué escribe– e ir
sutilmente alterándola hasta desnaturalizarla del todo, provocando con ello, a
veces, irreparables daños. Probablemente lo peor del caso es que estas operaciones
delictivas ni siquiera resultan de una conspiración política, o empresarial, o
cultural, sino, más pedestremente, de pobres diablos que de este modo tratan de
combatir el tedio o la pavorosa sequedad de sus vidas. Necesitan divertirse de
algún modo y ¿no es acaso un deporte divertido envilecer o ridiculizar o poner
en situaciones de escándalo a los otros si, además, ello se puede perpetrar con
la impunidad más absoluta?
Por eso, los
valerosos esfuerzos que un Philip Roth hace en defensa de su identidad de
escritor y de ciudadano, para que le permitan seguir siendo lo que es y no una
caricatura de sí mismo, aunque admirables, son probablemente totalmente
inútiles. Vivimos en una época en que aquello que creíamos el último reducto de
la libertad, la identidad personal, es decir, lo que hemos llegado a ser
mediante nuestras acciones, decisiones, creencias, aquello que cristaliza
nuestra trayectoria vital, ya no nos pertenece sino de una manera muy
provisional y precaria. Al igual que la libertad política y cultural, también
nuestra identidad nos puede ser ahora arrebatada, pero en este caso por
tiranuelos y dictadores invisibles que en vez de látigos, espadas o cañones
usan teclas y pantallas y se sirven del éter, de un fluido inmaterial y
subrepticio y tan sutil y poderoso que puede invadir nuestra intimidad más
secreta y reconstruirla a su capricho.
A lo largo de su
historia, el ser humano ha debido enfrentar toda clase de enemigos de la
libertad y, con grandes sacrificios y dejando el campo de batalla sembrado de
innumerables víctimas, siempre ha conseguido derrotarlos. Y creo que también, a
la larga, derrotaremos a este último. Pero esta victoria, me temo mucho,
demorará y ni Philip Roth ni yo alcanzaremos a celebrarla.
Madrid, octubre
de 2012
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