martes, 24 de septiembre de 2013

Reírme era compadecerme de su inservible título de trabajador social*

 
Lo veía volver resignado al machete, al dolor, a la resistencia por mantener a flote su casa.(Fot. Arnoldo Fdez)
Por Jorge L. Legrá (Escritor)

Me dijo que había dejado el trabajo. Cortar yerbas todo el día lo irritaba, y además, escribir era lo suyo; mientras, compraré arroz y venderé a sobreprecio para no morirme. Terminó de hablar y de inmediato pensé en los mil un modos de terminar con su crisis, la idea de un amigo que pudiera resolverle trabajo sobresalió, pero no se me ocurrió nadie. Algo aparecerá, dije, aunque no confió en mis palabras, pero al menos pude devolverle el aliento. 

Fui su profesor de Historia de la Filosofía, pero nunca me detuve en aquel alumno retirado al dolor de su mirada, ni podía imaginar que él, Onel Pérez Izaguirre, tiempo después iba a pasar del registro de evaluaciones a la nómina de jóvenes que iban a llamar mi atención por la fuerza de su escritura, y ese abordar los espacios morbosos de su existencia.

Laboraba como trabajador social, cumpliendo caprichosas y caóticas labores que nada tenían que ver con su capacitación curricular, pero poco le importaba eso, tenía un buen salario y además un bono que le entregaban mes tras mes con el que podía adquirir, desodorante, pasta dental y una cuchilla de afeitar, un lujo imposible en otras labores.

Luego vino la eufemística reducción de plantillas y reubicación laboral que obligaría a muchos trabajadores a buscar qué hacer cuando se sentían humillados por la propuesta de trabajo que recibían. Onel tuvo que ser jardinero y al mismo tiempo perseverar en sus estudios universitarios de psicología. Así llegaron los días en que pasaba por frente a mi puerta con el machete y la lima en el bolso, rumbo a la faena. Era en una escuela cercana, donde todas las mañanas yo dejaba a mi hijo de 8 años, que enseguida corría a jugar con otros niños, esperando a que el sonido del timbre los llamara a formación. Mientras, le echaba un vistazo al aérea verde del centro escolar hasta encontrarlo recogiendo y amontonando yerba, prendido al sol de la mañana. Al saludarlo respondía: “aquí, con mi discurso”, decía, recordándome a Proust que buscaba sabiduría lo mismo en un texto filosófico como en un anuncio de jabón.

Lo veía volver resignado al machete, al dolor, a la resistencia por mantener a flote su casa. Pensé que la yerba cortada, juntada como palabras, y sus manos destruidas por los cayos debían ser todo el sentido o el sinsentido de ese “discurso” que evocaba con angustia. Uno de los primeros poemas que le conocí, venía ya marcado por esa necesidad represiva de ceder a la fuerza bruta de la jornada.

Yo percibía el extraño rumor
del machete destrozando la maleza.
Mi mente
tomaba como punto ese silbido
del instrumento en el aire
cuando se mueve y al instante
hace una autopsia
extrae mis sueños
detenidos
en el gesto.
No culpo a nadie
otro en mí tritura mis brazos
y los envía contra la hierba.
                    (Primer movimiento)

Nada me parecía más triste. Aquellos versos dolían como patadas de esencias. Le pregunté cuándo comenzaría a vender arroz. Tenía que esperar, aún le debían un salario. Me reí y preguntó de qué. De cuando te colocaban guardia, contesté. Solo sucedía a veces; si algún custodio faltaba la directora de la escuela lo llamaba para redimirlo de pasar todo el día chapeando, y lo colocaba de vigilancia nocturna. Él aparecía satisfecho en mi casa para que le llenara la mochila de libros, porque cada noche, es decir, cada guardia, iba a ser su propia “fiesta innombrable” junto a Borges, Rilke, T. S. Elliot, y otros autores, que devoraba sin respirar. Me reí, aunque aquello no era nada nuevo. Conozco a muchos escritores del país que durante los duros años 90, prefirieron trabajar de custodios porque les posibilitaba un banquete lujoso de libros, pero reírme era mi modo de compadecerme de sus 24 años, de su inservible título de Trabajador Social.

Hace ya mucho que dejé de ser su profesor, y comencé a ser el amigo que vive cerca de la escuela primaria donde antes él trabajaba. Ahora había dejado el trabajo y su decisión sé que tenía más convicciones estéticas que económicas, lo sentí confirmado cuando me extendió aquella hoja con un poema perturbador y lucido:

A veces soy autista.
Me encierro para sentirme perdido
dentro de la belleza. A veces salgo
y el delincuente insiste en un lugar
donde la duda se diluye.
El peso de lo mismo me revienta
vomito alimentos que nunca
he tocado.
Para ti soy autista
la regresión y la fantasía de lo
que vendrá después.
Para otros soy delincuente.
                                     (Perspectiva)

No recuerdo quien lo llevó al “Café Bonaparte”, nuestro grupo literario, pero con sólo leer el primer poema se supo que sería de los nuestros, era imposible no sucumbir ante sus indagaciones del sujeto social perturbado, nunca ocupándose de las causas, sino de de todos sus síntomas y el morbo que representan.

Hoy me dijo que su existencia parecía parte de un absurdo, y quiere aprovechar ese curso de la conciencia para ganar la luz del verso. Respiré sus palabras en silencio y lo imaginé como antes, moviendo el machete contra la hierba, acumulándola en pequeños bultos para luego botarla. Nada que ver con sus palabras, pero se me antoja una metáfora sobre la sabiduría que se acumula en los desperdicios, allí donde parece estúpido encontrarla.


*Fuente: Cimarronzuelo Oriental

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