domingo, 16 de diciembre de 2018

El Carnaval de Contramaestre desde lejos



Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com 

Soy un hombre que siento el Carnaval lejos; es como un  río que suena, algo así como una crecida; arrastra muchas cosas a su paso, buenas y malas. La gente lo espera, incluso los niños, unos piden cinco pesos, otros diez, uno busca una cartera vieja, quiere tener muchos billetes aunque sean pequeños, para que se vea abultada.

Salgo al patio de casa; las músicas llegan, merengues, sones, salsas, cumbias;  poco reguetón, parece que el Decreto 349 enseña y la gente sabe los límites. Mejor así, qué gane el buen arte, la del mejoramiento humano, de la virtud.

Lo triste es el espectáculo de las calles convertidas en urinarios públicos, sin moral alguna, las partes del cuerpo asomadas, no importan niñas, ancianas, mujeres casadas, nada;  se vacían las vejigas, los estómagos y las moscas verdes danzan a su alrededor atraídas por el goce de  sus olores.

Muchos desechos a la vista, sólidos y hasta líquidos;  la ciudad sufre el embate del poco civismo en torno a ella, la gente come y lanza todo al suelo, no importan jardineras, calles, bancos, pisos de granito, paredes pintadas; nada se salva ante el delirio de botar las cosas, como si el pueblo fuera un vertedero donde la basura reina y gana ascensos mientras más pasan los días.

La cerveza de termo muy aguada cuando se calienta; tiene la esencia del vinagre, aunque sabe bien al paladar humilde que puede cubrir su gasto y hartarse de felicidad, según avanza el día o la noche, al catarla en sus diversas ofertas.

Los remolques serpentean las avenidas; sobre sus lomos, las pipas regordetas  y sus operarios, esos que extraen monedas al bolsillo y van al cielo. Después montan motocicletas caras y  tienen un salario humilde.

Las áreas cambian de nombres, algunas como “El álamo” ganan notoriedad, porque allí el Son es raíz, no la música importada, ni congelada en una memoria o un disco. Allí los Pachangos y sus consortes, despiertan con el Tres, la U  y las guitarras españolas, el ritmo de los cuerpos; mejor bailar al ritmo de la “Wifi”, del “Tetuán” o de otras guarachas-montunos, salidos de la creación popular.

Vendedores florecen en las  arterias principales, vienen de lejos la mayoría, recorren todos los carnavales de Cuba, es su negocio, lo mismo manzanas, que hasta confituras nunca vistas por niños y niñas de esta parte del caimán insular.

Algo triste, borrachos dormidos en las calles, corredores, vencidos por la noche y sus goces, por el sonido de JG, o Manolito y su Tirijala.

Camiones llegan desde pueblos vecinos llenos de personal, vienen al Carnaval,  a vivirlo en  toda su esencia, no quiere se lo cuenten.

Así llega el domingo, la despedida; desde temprano empiezan a desmontar la industria particular que acompaña el Carnaval. La gente empieza a regresar a sus pueblos de origen;  la alegría es triste, porque los bolsillos están agujereados  y el lunes vuelve la vida de nuevo a tomar su ritmo de siempre.

Algunas parejas surgen de la fiesta, otras se deshacen, por eso tiene razón el sonero Candido Fabré cuando dice: “En carnaval no te vayas a casar…” Aquí gana el soltero, las solteras,  tienen la libertad del cuerpo, de la mente, de hacer sus deseos reprimidos y después volver a la  normalidad de la vida.

Toda sociedad necesita durante el año de la fiesta como válvula de escape, aliviadero, respiración;  eso es el carnaval, un momento para que afloren gustos, deseos, sensaciones; el pueblo libere energía y se cargue de nuevas formas de resistencia, que aseguren su reinvención espiritual en cada minuto camino al futuro.

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