Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Soy un hombre que siento el
Carnaval lejos; es como un río que
suena, algo así como una crecida; arrastra muchas cosas a su paso, buenas y
malas. La gente lo espera, incluso los niños, unos piden cinco pesos, otros diez,
uno busca una cartera vieja, quiere tener muchos billetes aunque sean pequeños,
para que se vea abultada.
Salgo al patio de casa; las
músicas llegan, merengues, sones, salsas, cumbias; poco reguetón, parece que el Decreto 349
enseña y la gente sabe los límites. Mejor así, qué gane el buen arte, la del
mejoramiento humano, de la virtud.
Lo triste es el espectáculo de
las calles convertidas en urinarios públicos, sin moral alguna, las partes del
cuerpo asomadas, no importan niñas, ancianas, mujeres casadas, nada; se vacían las vejigas, los estómagos y las
moscas verdes danzan a su alrededor atraídas por el goce de sus olores.
Muchos desechos a la vista,
sólidos y hasta líquidos; la ciudad
sufre el embate del poco civismo en torno a ella, la gente come y lanza todo al
suelo, no importan jardineras, calles, bancos, pisos de granito, paredes
pintadas; nada se salva ante el delirio de botar las cosas, como si el pueblo
fuera un vertedero donde la basura reina y gana ascensos mientras más pasan los
días.
La cerveza de termo muy aguada
cuando se calienta; tiene la esencia del vinagre, aunque sabe bien al paladar
humilde que puede cubrir su gasto y hartarse de felicidad, según avanza el día
o la noche, al catarla en sus diversas ofertas.
Los remolques serpentean las avenidas;
sobre sus lomos, las pipas regordetas y
sus operarios, esos que extraen monedas al bolsillo y van al cielo. Después
montan motocicletas caras y tienen un
salario humilde.
Las áreas cambian de nombres,
algunas como “El álamo” ganan notoriedad, porque allí el Son es raíz, no la
música importada, ni congelada en una memoria o un disco. Allí los Pachangos y
sus consortes, despiertan con el Tres, la
U y las guitarras
españolas, el ritmo de los cuerpos; mejor bailar al ritmo de la “Wifi”, del
“Tetuán” o de otras guarachas-montunos, salidos de la creación popular.
Vendedores florecen en las arterias principales, vienen de
lejos la mayoría, recorren todos los carnavales de Cuba, es su negocio, lo
mismo manzanas, que hasta confituras nunca vistas por niños y niñas de esta
parte del caimán insular.
Algo triste, borrachos dormidos
en las calles, corredores, vencidos por la noche y sus goces, por el sonido de
JG, o Manolito y su Tirijala.
Camiones llegan desde pueblos
vecinos llenos de personal, vienen al Carnaval,
a vivirlo en toda su esencia, no
quiere se lo cuenten.
Así llega el domingo, la
despedida; desde temprano empiezan a desmontar la industria particular que
acompaña el Carnaval. La gente empieza a regresar a sus pueblos de origen; la alegría es triste, porque los bolsillos
están agujereados y el lunes vuelve la
vida de nuevo a tomar su ritmo de siempre.
Algunas parejas surgen de la
fiesta, otras se deshacen, por eso tiene razón el sonero Candido Fabré cuando
dice: “En carnaval no te vayas a casar…” Aquí gana el soltero, las
solteras, tienen la libertad del cuerpo,
de la mente, de hacer sus deseos reprimidos y después volver a la normalidad de la vida.
Toda sociedad necesita durante el
año de la fiesta como válvula de escape, aliviadero, respiración; eso es el carnaval, un momento para que
afloren gustos, deseos, sensaciones; el pueblo libere energía y se cargue de
nuevas formas de resistencia, que aseguren su reinvención espiritual en cada
minuto camino al futuro.
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