Por A. Fernández.
Parecía insólito, pero era una verdad cruda, de esas que tocan el alma y la fragmentan en millones de pedazos. Era la noche del 8 de enero de 2020. Atrás, los últimos días de diciembre de 2019, los tragos, la música, la última alegría que vi en sus ojos.
La llamada, cuando la media noche era cercana; el llanto al otro lado del auricular; mi camino apresurado al hospital y él allí, sobre una cama, tembloroso, con los ojos bailando, no como fue en la vida real, donde era el mejor de los bailadores, el Pillín amoroso, de pasos sublimes y una cubanía tremenda, el de lo saltos al cielo, el del pañuelo al aire, el de la voz ronca de tanto convocar a la alegría, el que soplaba la botella de licor y producía un sonido que a todos hacía reír.
Parecía insólito, pero el hombre más serio que he conocido, yacía allí, sobre una cama que no era la suya, con la mirada apagada y su cuerpo como Quijote, hermoso, aunque enjuto, como el caballero de la triste figura, según el divino Cervantes. Hablé al padre, al hombre, tomé sus manos, lo afeité, como él lo hacía día por día, pasé talco blanco por sus mejillas, como lo hacía en sus romerías cotidianas, unté perfume en sus oídos, lo vestí de gala…
Al verlo en aquella caja ordinaria, escasamente digna, con problemas de realización, sin ningún detalle artístico, un azul tristemente célebre; sentí que algo grande había pasado que no me lo traería de vuelta nunca más. Algunos me creyeron loco, porque al acercarme abría sus ojos y me miraba como siempre lo hizo, con una ternura infinita y sus palabras protectoras. Yo lo veía, pero nadie más conseguía verlo. Llamé a varias personas para que se convencieran de que me miraba, pero la gente sentía pena de mí y me volvían la espalda, con un manojo de lágrimas asomadas.
Algunos materialistas, de esos que te abrazan y no sienten nada me dijeron: está igualito, incluso más joven que cuando estaba vivo; qué palabrería más hueca para un hombre ante su padre muerto.
Entonces, mientras nadie nos veía, me dijiste con los ojos bien abiertos que te llevara en andas por la avenida y el parque Rabí, y, allí, bailar las últimas canciones de tu vida, antes de entrar a una tumba fría. Los trinos llegaron en la voz de amigos que no dudaron en hacerlo. Lágrimas negras entró dulcemente a tus oídos, bailaste frente a la emisora del pueblo, volviste a ser el Pillín, el hombrecito que adoró los sombreros y vestía con una pulcritud inimitable, el padre más bueno del mundo, el de aquellos regalos en mi niñez y el narrador de historias de un niño negro llamado Chopin, que habías adoptado como hijo, porque no tenía madre ni padre; irremediablemente mi llanto llegaba a lágrima viva, porque no quería compartirte con nadie, entonces me decías que un padre bueno reparte amor, incluso con los que la vida les negó ese derecho.
Así eras viejo, inmenso, mucho mejor que yo en todo; servicial; nunca dijiste una palabra obscena, nunca ofendiste a nadie; los mejores atributos que te acompañaron fueron la honradez, la sinceridad y una bondad infinita.
Un día me donaste tu biblioteca, hoy la conservo con sano orgullo, porque estoy convencido que me miras desde cada libro que leíste y me sigues iluminando en las decisiones más duras, como la que debí tomar un 10 de noviembre de 2020, en medio de una crisis económica asfixiante, luego de ser aplastado por un hombrecito de paja, deseoso de quemarme en la hoguera por palabras que otras personas decían sobre algo que yo había escrito; ese día viniste, estrechaste mi mano y aprobaste mi nuevo camino; luego te vi pederte en el cuarto donde dormías y volver al retrato en la pared, donde cada día me sonríes para que siga el camino recto de la virtud y tratar de acercarme a tu sencillez, que fue la mayor grandeza que te acompañó en vida.
Qué suenen las guitarras; otra vez te veo bailar, cantar, aunque es 10 de enero de 2021 y hace un año te fuiste a un evento de la Década Prodigiosa, y decidiste quedarte allá, en esa eternidad donde vives, a la que espero ingresar un día para regalarnos un concierto de Miguel Matamoros y cantar otra vez Lágrimas negras a llanto tendido.
Sentido homenaje a tu padre, que seguirá siendo tu guía, solo hay que pensar que te cuida desde el cielo. Yo perdí el mío hace 21 años y te digo que ese vacío por la pérdida no lo llena nada ni nadie. Fuerza, hermano!
ResponderEliminarSolo en aquellos que del sentimiento familiar han echo nuestras camas para la vida uno tiene gratos recuerdos que nunca se perderán hermano, palabras muy ciertas y llenas de dolor y quizás más dolidas por pensar que al final pudo hacerce más cuando uno pudo en su momento pero donde quiera que dios lo tenga estará siempre orgulloso de su hijo y su hijo orgulloso de su padre.
ResponderEliminarMi padre fue mi mejor maestro en la vida; hoy me inspira su legado, sobre todo aquella máxima que decías: se generoso con el que lo necesita, pero nunca le recuerdes lo que hiciste por él, deja que hablen los hechos o su agradecimiento.
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