Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Me dejó acariciarlo, fijó sus ojos en los míos, no dudó nunca de mis intenciones. Lo tomé en mis manos, amarré sus patas, y aún así, siguió confiado. Luego pedí al vecino consumara el sacrificio pues no tenía valor para hacerlo yo, y tampoco en ese instante se asustó. Mientras el cuchillo ponía fin a su vida, no dejó de mirarme.
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