La incidencia del suicidio en escritores y poetas es notablemente mayor que en otros grupos sociales. Las razones van desde los particulares rasgos de la personalidad y estilos de vida, hasta los efectos que el arte –la escritura y la poesía- produce sobre ellos mismos.
En artistas y escritores el suicidio se presenta como un estado de inadaptación al universo cotidiano. Entre muchos ejemplos siempre recuerdo a un Vincen Vangoht; las miserias que lo persiguieron por defender una estética por encima de las circunstancias materiales. Lo único seguro en la vida de Vangoht fue Theo, principal mecenas y sostén espiritual de su proyecto. En un momento, cuando cree que le falta, opta por la anulación física.
Por la misma opción opta un escritor de la talla de Stefang Sweig, con una existencia plena de triunfos literarios y una prosperidad económica sólida. Las dos guerras mundiales y el nazismo lo llevaron a peregrinar de un lugar a otro: “Tres veces dieron en tierra con mi hogar y con mi existencia; me apartaron de mi vida anterior y del pasado, lanzándome con vehemencia al vacío, a ese no sé dónde dirigirme que me es ya familiar.” Llegó a Brasil, luego de haber recorrido gran parte de Europa, y en Petrópolis, una de las ciudades del gigante sudamericano, asume el suicidio al no adaptarse a la vida de emigrante que tanto limita su oficio creativo, consciente de que “cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija de la luz. Y sólo el que ha experimentado sucesos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ése ha vivido en verdad”.
No debe olvidarse que Sweig sufre en vida el tratamiento herético a su obra, hecho que lo asfixia entre el muro de las privaciones, la extorsión y la persecución. Sus memorias, recogidas bajo el título El mundo de ayer, son la prueba documental de los criterios esgrimidos aquí: “He visto crecer ante mis ojos las grandes ideologías de masas, las he visto extenderse: el fascismo en Italia, el nacional socialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la superpeste, el nacionalismo, que envenenó la flor de nuestra cultura europea”.
Otro escritor famoso que opta por el suicidio, en su caso, por la falta de iluminación creativa, es Ernest Hemingway. La anulación del sujeto creativo lo marca decisivamente. En un pequeño cuarto, sin contacto con el medio exterior, se propina un disparo, pues no quiere una existencia marcada por el fracaso creativo. La muerte como anulación del sujeto físico cobra una dimensión simbólica profunda, muere el hombre, no el artista, pues este último permanece vivo en la obra.
A propósito de esto último, Benjamín Prado, en el prólogo a su antología Suicidas (2003) escribe: “La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos”. Heine lo explicaba de una manera muy clara: “Todos somos mortales, bajamos a la tumba y después de nosotros queda la palabra”.
En su obra Folklore de las Antillas (1909), que recoge numerosas leyendas aborígenes de antes y después de la llegada de los españoles al nuevo mundo, Florence Jackson Stoddard cuenta que los habitantes de las islas, se referían a la mayor de las tierras, Cuba, como El bello país de la muerte.
Según Rafael Rojas, en un ensayo titulado Matarse en Cuba, el impulso de aniquilación es atribuible “a una experiencia traumática de la historia y a un ejercicio patológicamente afectivo de la vida social y política. Desde fines del siglo XIX y, sobre todo, desde las primeras décadas del XX, ya los índices de suicidio en Cuba estaban por encima del de la mayoría de los países latinoamericanos (...) Las fantasías occidentales establecen a Cuba como una isla caribeña, con fuertes tradiciones de alegría y comunitarismo, capaces de movilizarse contra la racionalidad moderna. La vocación suicida de los cubanos, sin embargo, describe a una ciudadanía atormentada, incapaz de liberar frustraciones históricas, reacia a superar traumas nacionales y demasiado proclive a la experiencia afectiva de los conflictos políticos”.
En Cuba, el bello país de la muerte, tenemos ejemplos trágicos de escritores que han anulado su existencia creativa como inadaptados al medio social; entre ellos sobresale un Hernández Novás, que se dispara varias veces hasta que una bala, finalmente, termina con su vida.
Tal vez por lo dicho hasta aquí, en la ensayística cubana, varios autores se han referido a los límites, como condiciones culturales del sujeto creativo inadaptado a la realidad social por incapacidad intelectual o por ser víctima de persecución o extorsión. Sobresalen en el análisis Alberto Garrandés, Emilio Ichikawa, Joel James y Víctor Fowler. De una manera u otra, todos se han visto obsesionados por el tema. ¿Será por qué los límites forman parte de nuestro devenir nacional? ¿Será por qué Cuba es el bello paraíso de la muerte en la visión idílica de los autores? ¿Será por qué el suicidio es una condición de las eras fundacionales en Cuba?
Es una realidad meridiana que todo paradigma emancipatorio o cultural, en Cuba, tiene que volverse hacia la categoría límites para explicar su teluricidad. Son, y no es óbice reiterarlo, un raro compañero de viaje en la vida de todo creador y proceso social. Tal vez por eso los autores reseñados insisten sobre los mismos como elementos seminales de la cultura y la historia.
Uno de ellos, Alberto Garrandés, desarrolla el estudio de la cuentística de una figura cimera de la literatura cubana, Virgilio Piñera, pues entraña precisas concepciones sobre los límites: “Nos referimos a un contrapunto general (relación binaria interpretada desde el ángulo de la interanulación de los opuestos) en el que participa la mayoría de los personajes”.
En torno al problema citado, Emilio Ichikawa señala que en la literatura cubana: “tanta reiteración pudiera ser un signo de nuestra condición; en conciencia, instante de la conciencia del presente”. Más adelante precisa: “Como revela el décimo arcano del Tarot, la rueda es equilibrio, circularidad y, desdichadamente, no entiendo por qué irreversibilidad. Nunca regresamos”. Líneas después es claro al puntualizar que: “La escritura sobrevive en el desfiladero, es su medio natural. Ese frágil puerto es paradójico: el equilibrio en el límite es tratar de no caer, hacia lo que uno desea lanzarse, es reducirse a sugerir lo que uno desea gritar”.
El desaparecido y polémico científico social, Joel James, señala que “cada singularidad de límites es al mismo tiempo, plenitud final, fallecimiento y punto de origen o alumbramiento”:
“El miedo consciente a la finitud, la conciencia del límite propio, suele generar un acrecentamiento de la ternura, de la capacidad de comprensión hacia los demás y hasta una cierta tristeza de vivir, que en muchas ocasiones dejan su impronta en variadas proposiciones artísticas y cosmogónicas dentro de las cuales son incluidas las específicas maneras de asumir la muerte”. “La muerte, siendo la misma, nunca es igual; como el hombre que siendo el mismo nunca es igual en espíritu. Cada época diferenciada por un límite posee una imagen, un sentido, y una concreta emoción de la muerte que son siempre irrepetibles aún cuando parezcan a otros equivalentes”.
Un poeta cubano, con marcada conciencia de los límites, es Ángel Escobar, no el comprometido con la epicidad revolucionaria, sino el de los últimos años, el que presiente la muerte en cada paso, sobre todo en sus libros: “Abuso de confianza”, “La vía pública”, “El examen no ha terminado”, y “Cuando salí de La Habana”.
Según, el ensayista Víctor Fowler, en la obra poética de Escobar hay “interdependencia del todo con las partes (cuerpos y fragmentos) absorción y liberación de energía (memoria del evento y escritura), marcaciones que separan lo externo de lo interno (constantemente violada por la intromisión de otros), desarrollo (hacia la desintegración) el cuerpo que quisiera sujetarse y las voces que se lo llevan”. En Escobar es casi una obsesión el diálogo con la muerte. Según Fowler:
“… el poeta se había aproximado en ocasiones al límite, pero llegó el momento en el que se apresta a traspasarlo; su mundo hierve, el aparente silencio de las cosas del mundo exterior no se corresponde más con la animación con que la mente las percibe. Incluso la imagen del espejo resulta falsa entonces, pues ante tal desconcierto el gesto congelado tiene que pertenecer a un orden secreto y enemigo, agazapado a la espera del daño; es pura lógica: si en el interior de la mente y el cuerpo las presencias se mueven, no hay sentido en que se mantenga quieta la imagen del cuerpo en el espejo”.
No debo omitir, en este breve ensayo de aproximación a la categoría límites, las consideraciones de Cintio Vitier, sobre la anulación de los contrarios que gravitan en la escritura de José Lezama Lima como condición del parto creativo: “El vacío íntimo y el vacío público, remontados a los principios de la persona y la nación, confluyen como impulsores de las experiencias radicales de Lezama, lo que da a su testimonio redoblada significación y trascendencia”. Es muy interesante el cuadro de figuras modélicas que ilustran los sentidos poéticos de la vida en su novela Paradiso:
Foción: representa la audestrucción caótica por el conocimiento.
Fronesis: representa el deber ser a través del conocimiento.
Licario: representa el mito de la lejanía.
El mito icárico: define un perfil ético necesario, un efecto cultural para llegar a lo imposible a través de la imagen.
Excelente blog , hecho por un pensador y critico maduro y creador. Felicito a Arnodlo por su esprititu incansabel en favor d el a identidad local y el provincialismo universal.
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