Por Antonio Enrique González.
En su novela La insoportable levedad del ser, Milán Kundera, definió al kitsch en todas sus variantes políticas, comerciales, artísticas, y sociales, como “la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”. Es kitsch entonces, la idealización excluyente de cualquier cosmovisión e iconosfera, placebo consensuado, anulador puritano de aparentes defectos, delatores de fisuras inquietantes en cualquier superestructura promocionada como non plus ultra existencial.
En su novela La insoportable levedad del ser, Milán Kundera, definió al kitsch en todas sus variantes políticas, comerciales, artísticas, y sociales, como “la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”. Es kitsch entonces, la idealización excluyente de cualquier cosmovisión e iconosfera, placebo consensuado, anulador puritano de aparentes defectos, delatores de fisuras inquietantes en cualquier superestructura promocionada como non plus ultra existencial.
Queda así marginado cualquier elemento cuyo real peligro resida en su perturbadora impredictibilidad, su constante escabullirse al impecable modelo de virtudes. Kundera refiere en su argumentación eternas discusiones teológicas acerca de la libido en Adán y Eva, de las necesidades fisiológicas de Jesús de Nazaret, tópicos espinosos que amenazaban dinamitar el dogma católico desde sus mismas fundaciones.
Esta tendencia a deificar, ofreciendo en holocausto la contradictoria naturaleza humana de las grandes personalidades históricas de toda índole (forjada su evolución espiritual de fiasco en fiasco, de golpe en golpe) elevándolos hasta alturas arquetípicas inalcanzables, incuestionables y completamente increíbles, termina hipotecando la identificación orgánica de las generaciones con estas entidades, suprahumanas al decir de disímiles textos escolares, tarjas marmóreas y consignas vacuas. Cuando los públicos conocen tales “defectos de fábrica” de los paradigmas, los magnifica, tergiversándose su naturaleza común en comidillas maliciosas, redundantes en la burla venenosa, el desprestigio final de las figuras.
Los padres sacros de la nación cubana han sufrido estas unciones canónicas kitsch, velada la real moraleja de su vida: el ser humano se engrandece en la superación de instintos egoístas y predadores que vienen incluídos en el paquete, en la trascendencia de sí mismo, en la desproporción entre sus defectos (que existen y los llevan a error), y sus virtudes (que subsanan todo despropósito). Todos han pecado, sólo que sus vidas prueban la consecución de la grandeza una vez purgados yerros comunes. Mostrándolos como entes imperfectos se logrará la real admiración de los públicos, que los acogerán como parte de ellos.
Así, el director cubano Fernando Pérez fue tras la construcción de un José Martí tan humano, como un niño que comete fraude, se masturba, se acobarda ante brabucones escolares, y dice “Viva España” ante la desesperada súplica materna y el frío revólver voluntario sobre su cuello, cuando concibió el filme José Martí: El ojo del canario, primera película realmente cubana sobre nuestro Apóstol. Bien lo llamó así el concienzudo Jorge Mañach en su biografía, carente de ciertos datos, pero desbordada en alma. Pues los apóstoles, antes de llevar por el mundo el mensaje de Dios, lo negaron transidos por el temor a la muerte, para finalmente ascender luminosos sobre sus propios cogotes de constrictos vasallos.
Pérez asumió la película por encargo, para incorporarla a una serie de cintas sobre los Libertadores de América, al igual que Mañach, la biografía, a casi ochenta años, para integrarla a una colección dedicada a los padres fundadores. El director de Madagascar, La vida es silbar y Suite Habana, acudió a un Martí niño, cuyas articulaciones no estaban viciadas por el eterno gesto marmóreo de las estatuas conmemorativas, sino que sus ojos aprehendían el mundo circundante como el Aleph borgiano. Buscó mostrar, no al Martí ya hecho y derecho, sino al Martí en pleno crecimiento espiritual, niño contemplativo, introvertido, receptivo a todos los torbellinos familiares y políticos agitados a su alrededor. Un Pepe que ni siquiera es protagonista, sino espectador (como cualquiera que vea la película) de un contexto complejo, apocalíptico, donde el hermano va contra el hermano, siendo los voluntarios criollos más crueles que los propios gaitos, ahogado con barbárica sangre su inconsciente culpa por traicionar a los iguales; donde el padre Mariano brega a golpe y grito por la unidad familiar: “¡Usted no tiene más patria que esta familia, carajo! ¡En esta familia no hay ni Cuba ni España, sino la sangre que yo te dí!”, espeta en epifanía actoral Rolando Brito, figura inmensa la de Bocanegra. Inmenso, más de lo pensado, su legado de justicia en el hijo, amén las difíciles frecuencias en las que se movían sus relaciones, de sobra también abordadas por Mañach en su texto. “¡Viva España, Pepe! ¡Hazlo por mí, Pepe!”, ruega la compungida Leonor Pérez de Broselianda Hernández, en conmovedor desgarramiento por el hijo amenazado de muerte, la noche en que al Perro Huevero le quemaron el hocico por ladrar alto.
Pepe aprende, aprehende, metaboliza todo el universo de sensaciones y saberes antagónicos que impiden enfriar la fragua al rojo vivo de su mente, desbordada por los ojos, la mirada infinita, añeja, contra la que han chocado tantos y tantos intentos de replicar a Martí en actores. No es José Julián el luctuoso saco raído, ni el mostacho, siquiera la frente despejada; Martí es la mirada de universo que mira al Universo, de alegre tristeza por abrasar el cesto de llamas a mano descubierta. Las singulares miradas de los noveles actores Damián Rodríguez (Martí niño) y Daniel Romero (Martí adolescente), fueron garantes de la verosimilitud caracterológica, aún cuando pudieron hasta no parecerse, aunque también se logra esto.
Pepe pasa por un tamiz de fuego y temor, yugo y estrella, hasta que le es mostrada la verdadera esencia de la estrella. Tras vacilaciones previas, meras escaramuzas perceptuales, es descargado sobre sus espaldas todo el peso de la censura, de la angustia desgarradora de sus progenitores, partes inconscientes del yugo, tal es el precio de la estrella. Este muchacho, que es como miles de muchachos, remonta su naturaleza y asume el sacrificio último por la definitiva consecuencia, por hacer lo correcto, y no lo conveniente. Es un joven que resulta héroe por no acomodarse en sibaritas brazos. José Martí: El ojo del canario, permite atestiguar este proceso de exorcismo de sí mismo realizado por el joven Apóstol, quien, durante los créditos lanza una mirada desafiante, insoportable, a las nuevas generaciones, a los nuevos jóvenes, que igualmente cometen fraude, se masturban, se acobardan ante brabucones escolares y emiten loores a fuerza o conveniencia, pero que pudieran, igual que él, optar por la consecuencia, por el sacrificio real, por lo correcto, aunque todo apunte a lo incorrecto, hasta hallar luz en el negro ojo del canario.
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