Por Yoel Zamora Griñán.
Desde pequeño siempre vi a mi abuelo sentado en el mismo lugar, un taburete con
el fondo casi roto. Nunca lo mandó a arreglar, pues era la horma de su cuerpo
gordo y áspero. El día que mi abuela le dijo. Viejo ¿por qué no te mandas a
hacer otro taburete, mira que ese está viejo y roto? Él la miró con el ceño
fruncido, después se puso a cantar dándola por loca.
Mi abuela nunca más habló del tema y el taburete siempre inmóvil, recostado a
la pared.
Oye ¿háblame? Le dije al taburete. No me respondió.
Yo pensé que después del velorio de abuelo alguien lo iba a arrumbar, pero como
es una reliquia...
Un día llegué a la casa y me puse a arreglarlo, quedó como nuevo, ya no era el
mismo, hasta lo pinté. Lo malo fue cuando me acosté, por desgracia no pude
dormir, pues al cerrar los ojos sentía la voz de mi abuelo cantando de esta
manera:
¿Quién te mandó?
¿Quién te mandó?
Si el taburete es mío.
¿Quién te mandó?
Yo aquí tomando pastillas y sentándome a hablar con él, quizás a otro le toque
lo que a mi me tocó o quizás alguien llegue a este lugar de paredes blancas y
cortinas verdes y sienta lo mismo que yo.
¡Qué clase taburete!
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