Por Arnoldo Fernández Verdecia.
A Alejandra
Una
mañana de enero, entre el silencio de una escalera y la bruma de una noche
tormentosa, se perdió en un adiós con una frase triste: - No me dejen morir-;
entonces la vida se convirtió en una
paloma y el inmenso azul lo albergó en su seno. No supe más. Lo esperé tantas
veces en el viejo corredor del comercio primero, después casa, y no llegó. Lo
esperé en aquellos chiflidos, tan conocidos, porque su manera de hacerlo era
única, pero nada. Un día creí verlo en una camisa a cuadros, pero la ilusión me
engañó completamente. Quise verlo en un
plato de potaje exuberante, arroz desgranado, chicharrones, pero la mesa
lúgubre me devolvía lamentos que aún no consigo descifrar. Los zapatos allí,
listos, aún lo esperan. La cama hecha. La almohada y sus olores. La ropa en su viejo armario de cedro. Todo, como
si nada hubiera pasado. La noche. El día. La luna. El sol. Primero su perro. Después,
el Año. Acto seguido, él. Desapareció así,
dejando unos ojos que se movían a uno
y otro lado, asustados, y las
palabras, -las últimas- asomadas al cielo de su boca: - No me dejen morir-, pero
la muerte no lo escuchó, lo arrancó de mis brazos; olvidó que lo esperaba para
hablar del año recién iniciado; los muebles infértiles a los que debíamos
devolverle su antiguo esplendor. Se burló de mi inmenso amor por él, me tiró a
mierda, no hizo caso de mis súplicas, sencillamente me creyó tan impuro que me
negó el derecho a una despedida. Lo único, palmaditas en el hombro, frases
hechas, comunes, cotidianas, rebuscadas. Reuní valor y entré allí, donde nadie
pudo nunca, las cosas huyeron, un mundo oscuro, entonces las velas estallaron
en un haz de luces, apareció un engendro que nunca olvidaré, tenía alas de
murciélago, cola de serpiente y unos ojos áureos; la vi venir sobre mí, comerme
el corazón y negarme el adiós, del que se fue una mañana de enero. Ahora soy
polvo, solamente eso, polvo que el viento esparce como le da la gana y un niño
orina sobre mí, los perros cagan sobre mí, la mujer lanza sus restos
menstruales sobre mí; aún así, consigo el milagro y salgo al azul batiendo mis alas verdes; un nuevo
destino me espera. Las sirenas allá abajo. La pandemia y sus filólogos de
barrio, en alegre convite, arrastrando muertos por montones, -las estadísticas
crecen-, muertos que nadie vela, muertos que lloraron donde nadie los vio y se
fueron sin avisar, porque no les dio tiempo y la Covid-19 es tan puta, que
se mete en los cuerpos como un Alien y algunos creen que vino de Marte; otros,
como el hijo de García Márquez, no la culpan, saltó -en un mercado-, de un
animal salvaje a un hombre y el mundo empezó
a colapsar; para más desgracia, una nube de abejones asiáticos, también saltó,
y mi novia teme, porque matan de una picada. Son bestiales, comen abejas por
millones. El mundo en peligro. Todo lo que viene de Asia es malo, -dicen las
noticias del mundo occidental-, menos el arroz. Si no son cazados
oportunamente, las cosechas desaparecerán y la hambruna nos comerá los cuerpos
y seremos putos cadáveres que nadie velará, porque los muertos serán millones y
los pocos que consigan montar el arca, olvidarán los ritos, las honras y al carajo la especie,
porque a la especie nunca le importó la armonía del planeta, se cagó en el
equilibrio, vivió de la agresión al hábitat, exterminó vidas, se burló de la Apocalipsis y llamó “superstición”
a los druidas pregoneros del fin. La noche de enero ahí, me acecha, sus
palabras como eco aún las escucho: –No me dejen morir-; pero voy en una
estrella y los que estuvieron cerca,
-dicen-, no consiguieron subirlo cuando los abejones picaron. Tan sencillos, pero tan terribles.
Contramaestre, 11 de mayo, en el Año de La Covid-19 y de los Abejones asiáticos.
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