Por Arnoldo Fernández
Iba de un lado a otro con ese tumbao inolvidable que lo hacía único en los de su especie. Muchas veces me pregunté cómo mantenía el equilibrio en su andares por techos, árboles o sencillamente al improvisar alguna acrobacia mortal.
Sus ojillos, a pesar del verde centelleante, no tenían luz. Lo llamé Babby Lichy para honrar a su padre Lichy Alberto, como el de Informe contra mí mismo. Comía con apetito insaciable.
Tenía dos años y unos pocos meses. Siempre me perseguía el temor de que algo malo sucediera, por las tantas discapacidades en su cuerpillo barcino y blanco.
El sábado 12 de junio desapareció pasada las diez de la mañana. A la hora del almuerzo lo llamé muchas veces, pero no me hizo llegar ninguna respuesta de su paradero. Con la esperanza desarmada lo busqué por todas las casas del barrio. Una oscura intuición me hizo subir al techo; allí dormía, luego de jugar con un cable eléctrico.
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