Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Allí seguía, no tan frondoso, pero vivo, cercado por cañas, lodo y un claro de campo.
Pensar que bajo su sombra estuvo la posa de Canda y el lajial donde mi madre lavó nuestra ropa una vez a la semana.
El agua del Maibío era clarísima, ideal para todo tipo de tejido.
Allí las latas hirviendo; la yuca asada bajo sus brasas; el café con leche; el pan tostado, los trinos de las palomas rabiche, aliblanca...
Recuerdo éramos los primeros en llegar para ocupar el mejor de los lavaderos.
El suelo empedrado de mangos corazones, los recogíamos y, pasadas las 10 de la mañana, era el momento de saborear aquella fruta agridulce, mi preferida hasta hoy.
46 años después volví y me parecía ver a mamá con todas sus colegas de faena, conversando animadamente a la sombra de aquel árbol, inolvidable, querido.
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