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jueves, 26 de junio de 2014
Orines y cacas en carnavales de Cuba
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
De niño iba a los carnavales del pueblo donde vivo, aquí en Cuba, cargado de sueños. En mi bolsillo las monedas extraídas de una vieja alcancía, tintineaban. La vieja guagua aparecía sobre la carretera y el corazón casi salía de mi pecho. Todo era sano, muy sano, había caramelos de verdad, refrescos materba, maltas Hatuey, dulces de variados tipos y precios, en fin, con poco dinero uno hacía la fiesta y se divertía.
Hoy no es así, los carnavales se han vuelto un jugoso negocio donde unos llenan bolsillos y otros tienen que conformarse con nada. Los juguetes, muy caros, extremadamente caros y sin un diseño adecuado. Los refrescos muy malos. Florecen parques de diversiones improvisados que recorren los pueblos y venden unos juegos que por favor, ni el médico chino tendría cura para esas atrocidades, donde el mal gusto reina por encima de todas las cosas y lo único que interesa es el poderoso “caballero don dinero”.
Antes las personas tenían límites en lo público, sus necesidades fisiológicas las resolvían con discreción, nadie enseñaba sus genitales a plena luz del día, mucho menos si había mujeres y niños; sin embargo, hoy, las ciudades son urinarios públicos y cagaderos terribles. Orines y cacas navegan a la vista de todos en una especie de rocambolesco tambor donde los que ponen la música olvidan estas cosas, y los que bailan, también las olvidan.
La cerveza era una delicia dice mi Abuelo: Hatuey, Mayabe y Tínima competían ante los más astutos catadores. Había para elegir. Hoy los termos tienen trabajadores por cuenta propia. Estos señores olvidan el buen trato y roban pequeñas cantidades de una “cosa amarilla y con sabor a vinagre” a la cara de los comensales; en otras palabras, llenan los bolsillos con dinero de personas honradas interesadas en calmar la sed, luego de una intensa jornada de trabajo. Los inspectores cargan sobre ellos una y otra vez, los multan tremendamente, pero son tantos, que no pueden estar en todos los lugares a la vez. Algunos bronquean la parte que falta, pero el vendedor no tiene alma, lo único que le importa es ganarse los tres mil o cuatro mil pesos libres, que siempre quedan, si se “despoja bien” a los clientes.
Las ciudades son golpeadas en su rostro público, yo diría que los gobernadores no protegen el ornato; la jardinería de las calles es estropeada, numerosas marcas de suelas de zapatos pintan las paredes, desechos sólidos y líquidos enturbian el ambiente. Al concluir el carnaval, las heridas son tantas, pero los cirujanos públicos no aparecen para cerrarlas. Cada vez que se hace una fiesta popular, quien sale perdiendo es la ciudad. Si se diseñaran con inteligencia los lugares donde hacerla, sería mejor, pero a veces me parece estar ante un circo romano, donde a los que dirigen les interesa el espectáculo, no la formación cívica de sus dirigidos.
Si los carnavales son procesos de inversión social donde las personas mutan en otros, y liberan pesadas cargas acumuladas en el trabajo: ¿Por qué no convertirlos en protagonistas del carnaval a partir de acciones sabiamente programadas desde sus barrios? ¿Por qué permitir el robo de su dinero abiertamente? ¿Por qué destruir sus ciudades con esa carga de maleantes que llegan desde diversos lugares de la isla?
De seguir estas invasiones de mal gusto, lucro desenfrenado y destrucción que trae eso que se llama carnaval en Cuba, las ciudades irán perdiendo poco a poco el mágico encanto que todavía conservan algunas. Ojalá y algún decisor a nivel nacional se de cuenta a tiempo y promueva una consulta popular donde las personas decidan: ¿Cómo quieren sus carnavales? ¿Y en qué lugar de la ciudad planificarlos, para no dañar el patrimonio público?
miércoles, 9 de octubre de 2013
Orquestas bailables en plazas vacías
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¿Qué ha fallado? Se preguntan los músicos. Nadie lo sabe. |
Por Osmar Barrios Mora (Realizador de audiovisuales y promotor cultural)
La fiesta en la plaza está en su apogeo. Las carpas de gastronomía y las pipas de cerveza complementan la alegría de los presentes. Los jovenes bailan y se divierten con los reguetones de moda. De pronto, el centro de la plaza comienza a quedar vacío. Los jovenes se retiran¿Qué ha pasado?
La escena anterior se repite en cualquier pueblo pequeño de Cuba. Lo que ha sucedido es que comenzó su actuación una orquesta de música bailable. La alegría que reflejaban los rostros juveniles se ha diluido en una mueca de disgusto. Su amado reguetón ya no se escucha, solo una música que no entienden ni saben bailar. Por muchos esfuerzos que hace la orquesta para llegar a la masa joven, no recibe acogida. Hasta se mezcla algún tema con reguetón, pero todo es inútil. Los bisoños asistentes no se dan por enterados.
¿Qué ha fallado? Se preguntan los músicos. Nadie lo sabe. Solo queda formular teorías al respecto: Que si el reguetón tiene más difusión, que los jóvenes se aferran a lo novedoso, que se identifican más con artistas de su edad. Pero la verdad está a la vista. No les gustan las orquestas bailables.
¿Será que las agrupaciones de nuestra música más auténtica deben cambiar el repertorio y hasta su estilo musical?¿Se convertirá el reguetón por fuerza en la forma musical más ejecutada? Son preguntas que deben hacerse en primer lugar los medios de difusión, las instituciones culturales y las personas que deciden la política cultural del país.
No pretendo dar una solución al problema. Solo espero llamar la atención sobre este fenómeno social que se ha convertido en preocupación de mucha gente. Nuestros creadores de música bailable, reconocidos en todo el planeta por su innegable calidad, deben asumirlo como un punto pendiente en su pentagrama y lograr obras más cercanas a los gustos juveniles. Tal vez entonces podamos asistir a las plazas y ver cómo la juventud baila y se divierte con una orquesta de música popular.
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