sábado, 24 de diciembre de 2011

LA IRA DEL CORDERO y los paraísos perdidos

Yo no canto nadie canta/ su desnudez. Luego entablo/ otro artilugio y no hablo/ por el índice en el viento./ Afilo este sentimiento/ de horror. Se apagan las luces/ la noche está hecha de cruces/ y un violín sanguinolento.

Por Eduard Encina. (Escritor y Presidente de la Asociación Hermanos Saíz en Contramaestre)

Hace pocos días, mientras terminaba de pintar un cuadro que tenía sobre la mesa, no sé por qué razón comenzó a larvarse en mi mente la idea de que en Santiago la literatura volvía a encontrar un respiradero y comenzaron a pesar sobre mí una serie de lecturas que se iban mezclando con la espátula género por género hasta que llegó la décima y con ella la intención de escribir unas palabras sobre La ira del cordero, el del escritor Osmel Valdez Guerrero (Baire, 1971).

Si tenemos en cuenta la bonanza en que se ha sumergido el género durante los últimos años, tanto en el plano de la expresión y el lenguaje, como en el aspecto temático que se ha deslindado del discurso rural o amoroso para internarse en lo puramente filosófico o citadino, atravesando los saberes de la ciencia, y también los abismos de la marginalidad, quizás podamos comprender que con la publicación de La ira del cordero, por Ediciones Santiago, asistimos a la inauguración de una voz y un registro distintivo dentro del género.

Asumir la escritura como posiblidad de salvarse o salvarnos, proponemos una lectura inteligente que escapa a todo palabrear sin esencia y demás comodines que suelen infiltrarse en lo cadencioso o musical del verso, son algunas de las ganancias de este libro donde el sujeto lírico interroga para introducir la duda como elemento generador de una atmósfera de incertidumbre, de pérdida de la noción de futuridad que caracteriza asu generación: ¿Y cómo no supe luego/ que la voz nos abandona/ que ya no soy la persona/ elegida para el fuego? Nos dice el autor y más adelante termina con la angustia de indagar en la existencia: Miro la noche de frente/ como a los ojos de un muerto/ y regreso al mismo puerto/ o mejor al mismo puente.

Otra mirada por la que nos conduce el cuaderno es por la asimilación sincera y profunda de presencias como las de Martí, Lezama, Fayad Jamás, Rilke, Lautreamont, y muy en particular la Biblia donde sería indispensable detenerse por el profundo aliento religioso que mueve todo el libro, desde la elección misma del título, hasta el recorrido de cada décima por el temor y los derrumbes humanos que desembocan en un enfoque teológico sin perder la belleza y lo sugestivo del lenguaje: qué diminuta señal/ tiene el hombre en la mirada/ parece como una espada/ que dibuja un espiral./ Dice “estoy bien” y está mal/ que su pie no se adelante/ que quiera cantar y cante/ el cielo que hay en su voz/ Que diga “gracias a Dios”/ sin que la luz se le espante.

Asumir como el autor “ que estar cuerdo es un estado/ de la voz, no lo de la mente” nos recuerda aquella sentencia de William Carlos William de “ no emplear ideas sino las cosas” y Osmel Valdez a través de la imagen logra en este cuaderno, acercarnos a una visión más bien endógena del individuo, que busca conformar su yo a través de la experiencia y no de la tradición, el otro se convierte en vehículo para encontrar lo propio en una especie de teatralidad en que los contextos no son más que oportunidades para que ese yo alcance conciencia e identidad. Ensayo vuelvo al retablo/ sin música en la garganta./ Yo no canto nadie canta/ su desnudez. Luego entablo/ otro artilugio y no hablo/ por el índice en el viento./ Afilo este sentimiento/ de horror. Se apagan las luces/ la noche está hecha de cruces/ y un violín sanguinolento.

Podría ser este un breve acercamiento a la lectura de La ira del cordero, que sin dudas ya nos deja el placer de no quedarnos indiferentes. Es un libro que asume el riesgo de inquietar, de no dejarse leer al tirón, sino que complejiza la docilidad de la página y nos empuja hacia el espejo, donde la angustia hace muecas y aún se nos parece, nos mira buscando amparo, pero no sabe que para subir es mejor/ el cielo que la escalera.

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