Mi padre y su mujer preparan el fogón de leña para hacer un caldosa cubana. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
A las 5:30 a m, hora de Cuba, la mujer de mi padre no habla, no puede moverse de la cama. Está muy rígida, mi padre la llama con ternura de niño, luego nos convoca a ayudarlo, pues algo terrible parece suceder. Corremos, la vestimos y salgo a la calle a pedir ayuda; fui hasta la casa de un vecino cercano, su nieta de los Estados Unidos vino a pasarse el verano con ellos, el tour (servicio de alquiler a turistas) está parqueado afuera. Mi voz suena segura. Ella responde detrás de la puerta, asoma la cabeza tras unas hojas de persiana y pregunta: ¿Qué pasa Arnoldito? Cuando le digo, llama al hijo y casi en paños menores se abalanza sobre el automóvil y en un abrir y cerrar de ojos está ante la puerta de la casa. La cargamos entre mi padre y yo, sigue sin poder moverse, aunque sabemos que está viva, porque mueve los ojos, pero no reconoce a nadie y parece ida. Pronto se nos unen todas las familias del barrio, “qué hace falta”, “en qué podemos ayudar”, “lo que necesiten pueden contar con nosotros”, “aquí estamos para lo que sea”. La solidaridad aparece vestida de blanco, no es un personaje falso, no es una construcción ideológica del socialismo cubano, es algo cultural, identificativo ya del nativo de esta isla rodeada de agua por todas partes. La mujer de mi padre está muy mal, es probable que dure un tiempo, pero los médicos anuncian lo peor: hemoglobina muy baja, sangramiento, pérdida de peso; la palidez reinante en su piel, anuncian una probable neoplasia. Atrás queda el barrio, la gente. La solidaridad en esta hora cruel nos hará mucha falta en verdad, porque ella siempre ha sido una persona muy reservada, pero hizo el bien a todos sin mirar a quien; ahora su barrio lo reconoce y por eso ofrece lo poco y lo hace con todo el amor del mundo. Mi padre los necesita a todos.
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