Existe un José Martí, tan real y vivo en el corazón de la gente que cada día de los padres, -igual hace ella-, van hasta su obelisco y ponen un ramo de flores para él. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
Cada
semana llega hasta el cementerio Remanganaguas, allí está su papá, dos hermanos
y una sobrina; no ha resistido el espíritu de soledad dejado por el viejo al
marcharse. Toma un camión en Contramaestre y por casi media hora va hacia él,
conversan bajo una sombra de algarrobo y cree tener un destino, cuando sabe que
su matrimonio es tan incierto como su vida misma. Regresa cerca del mediodía,
atrás, polvo, pastizales secos y un río que no corre; pero al menos existe un José Martí, tan real
y vivo en el corazón de la gente que cada día de los padres, -igual hace ella-,
van hasta su obelisco y ponen un ramo de flores para él en actitud solemne,
donde reconocen la paternidad martiana en eso que se llama Cuba, mejor dicho: PATRIA.
Ella sabe que descansara muy pronto junto a los suyos, por eso piensa en la Bandera de la estrella
solitaria que ondea al compás de los clarines del viento; y en el concierto
ofrecido por un sinsonte cada mañana a la ciudad dormida. Sabe que es cuestión
de minutos, quizás horas, pero tendrá que ir hacia su Remanganaguas de la
soledad, acostar el cuerpo allí e imaginar que su amor anónimo vendrá cada
semana a traerle flores blancas y a conversar. Nubarrones negros anuncian la
cercanía del momento luctuoso, pero tiene la esperanza de ver a Dios y pedirle
más días para vivir el amor negado por un matrimonio de años, que la encastilló
en rutinas y prejuicios. El camión llega, entonces vuelve a lo real; la
costura en su vientre recuerda que el fenómeno puede estar ahí, vivo,
amenazante, sabe a ciencia cierta las dos
opciones. Caminar hacia el
poniente es la verdad, tiene la seguridad de que más allá de la vida, él irá a
Remanganaguas cada semana a ponerle flores blancas, conversar y hacer el amor,
como mismo lo hacían en la vida real.
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