Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
A Diana
Hoy
domingo he visto a Puta recorriendo nuestro barrio, había perdido la cuenta del
tiempo que no la veía. Sus ubres, cargadas de leche, son su evidencia de los
hijos traídos al mundo, para los cuales debe buscar comida diariamente y muchas
veces no la consigue. Está muy flaca y sus ojos parecen hundidos en las cuencas
húmedas. Me ha mirado con tristeza; puso su hocico en mi mano derecha y segregó
saliva, parecía decirme lo tanto que me amaba, a pesar de no verme por largas
semanas. Ella tenía la costumbre de visitar a mi mujer en el lugar donde vendía
sus artesanías durante años, creo que más de diez; a la hora del almuerzo sus
manchas marrones en el lomo la delataban, intuía cuando yo aparecía con aquel
olor tan agradable a su estómago; venía con un trote feliz, porque nos sabía
amigos y algo de comida siempre teníamos para su nobleza canina; pero un 23 de abril el corredor no tenía a sus amigos adorados, habían desaparecido sin
dejarle una pista donde encontrarlos y saber de ellos; por varios días fue
hasta el lugar, frente a la librería de la ciudad, pero allí no había nadie;
durante semanas siguió buscándolos y casi se convenció de su ausencia
definitiva. Vagó por la ciudad creyendo
verlos en muchos lugares, pero eran otros olores, ninguno parecido al de las
personas que tanto amara. No tenía rastro alguno para encontrarlos. Un día
decidió olvidarlos, algo había pasado y sus amigos parecían esfumados de aquel corredor tan
familiar, ahora tan extraño. Puta se fue a otros mundos; tuvo nuevos hijos; su
cuerpo mostraba una imagen quijotesca, dolorosa ante personas sensibles amantes
de los animales; no tenía refugio alguno e iba de un lado a otro buscando un
trozo de pan, restos de arroz, tal vez huesos abandonados por alguien, o quizás
piltrafas de carne roja o blanca echadas irresponsablemente en los latones de
basura; se armó de una paciencia casi humana y en la noche contaba a sus hijos
sobre aquellos amigos que tanto amó y un
día desaparecieron sin dejar huellas. Algo había pasado, su olfato lo
presentía, hasta que una mañana de domingo sus ojillos vieron mi silueta y
saltaron de alegría, vino a mí en un giro de nobleza extraordinaria y puso la
humedad de su nariz en mi mano, yo casi la había olvidado; me dolía tanto verla así, flaca, con aquella
ubre colgándole, quizás con muchos hijos, pero no podía hacer nada, responsablemente
acaricié su pelo por un rato, luego le dije adiós y ella me miró con ese dolor
de animal bueno en el ruedo de los imposibles, entonces comprendí que era tan
humana como nosotros mismos.
Eugenia Rosales: Es triste pero no se pude recoger en Cuba a los perros desamparados, aquí si hay personas que tienen un lugar los recogen y los dan an adopción pero si nadi lo quiere lo ponen a dormir
ResponderEliminarHola Arnoldo, muy tierna y hermosa tu crónica, duele ver a los animales abandonados, pero no se por que los amigos, uds se fueron de su lugar habitual, esas son las palabras detrás de las palabras, lo no dicho, por que dejaste de ir al corredor, que paso?. Una vez mas me pruebas su exquisita sensibilidad. Y recuerda que tenemos pendiente el tema de la emigración, al que he estado dándole vueltas en estos días. Un abrazo cubano desde Guyana
ResponderEliminar