Cada ensarta lleva 15 ejemplares y cuesta 20 pesos cubanos (CUP). |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
En la cama añora un día soleado,
de esos que atraen a las mojarras a los sitios ideales. Al amanecer, ya tiene
los encargos; su mujer se han encargado de hacerlos. “A la gente
le gusta el pescado fresco y más si es la exquisita mojarra”, dice. “Comerla
frita es una de las grandes delicias que puede darse cualquier cubano, por tan
solo 20 pesos, casi un dólar mi vida”. Luego le da un beso y cierra los ojos. Ella
madruga para colar café, prepara algo de desayuno, aunque deja el pan y la
leche para los niños.
Come dos huevos hervidos. La
balsa de camión inflada. Los cordeles
listos. La carnada –lombrices frescas-. Toma la bicicleta. Casi una hora
pedaleando. Al llegar, un largo sorbo de café alivia el estómago. Lleva un pomo
plástico, casi lleno. Se introduce en el agua e inicia el trabajo. Si cumple,
podrá comprar dos paquetes de leche para los niños y dos kilogramos de pollo. “Vale
la pena meterse el día completo”, piensa. Los nylon, cinco en total.
Ve llegar a otros pescadores,
quizás como él, soñando mejorar la economía del hogar y si queda algo, comerse
unas buenas mojarras fritas, bien sazonadas con limón y ajo. Varios nylon toman
velocidad. La mancha lo acosa; saltan
allí, ante sus ojos. Piensa en “El viejo y el mar”; una de sus pasiones, cuando
puede, leer libros así. Empieza a sacar. Las va colgando en bejucos
recién cortados y sin hojas, de forma tal que no puedan escaparse. Guarda
silencio. No quiere intrusos. Va por tres ensartas. Pasan las once de la mañana.
Toma un largo trago de café y la temperatura del cuerpo se fortifica.
Empieza a batir un aire
inesperado. “Ahora si se jodió el día”, piensa. Los cordeles tranquilos. Pasa
un par de horas más en aquel sitio que
había dado tantos peces (cada ensarta lleva 15). Decide mudarse para un pequeño
atracadero donde la sombra de unos
árboles delata un posible nido de mojarras. Llega. El hambre lo atormenta; pero
vuelve a tomar café; así la entretiene y
se enfoca en el propósito; pero quizás
antes otros pasaron, porque no tiene suerte. Pasan dos o tres horas más,
hasta que pierde la noción del tiempo. Empieza a caer la tarde. Todavía
conserva un hálito de esperanza.
Se mueve hacia unos troncos
secos. Teme que los nylon puedan enredarse en el fondo. Tal parece que lo
adivina. Intenta halar uno. Sumerge el cuerpo. Una raíz lo tiene tomado. Sale y
toma aire. De nuevo vuelve al objetivo y en un arranque de valentía, aguanta
más de lo normal y logra sacar el anzuelo;
pero la noche llega, ya se ven las sombras espejeando sobre el agua.
Tiene que irse.
Con dolor sabe que no podrá venir
mañana, pues su trabajo como custodio no se lo permite. Descama las mojarras. Las
destripa. El agua hace el resto. Comparte medianas y pequeñas en tres ensartas. Su
bicicleta lo espera. Ha tenido un ojo en
los peces y el otro en ella. Regresa. Antes de llegar a casa, va a los
encargos. La gente paga con camilos (billete de veinte pesos cubanos). La mujer lo recibe con un beso. Sabe lo que tiene que
hacer.
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