Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeaguaoriente@gmail.com
Historias cotidianas de ficción.
-Mira quien vino.
- Voy a invitarlo.
- Me gustas, debiéramos empezar
algo.
Se fueron al Puente del
Ferrocarril. No había trenes. Le enseña el pene. Ella comienza a chuparlo con locura improvisada, la cabeza,
el tronco, los güevos... El frota la vulva con uno de sus dedos hasta sentirla
lubricar. La penetra como un dios homérico.
- Papi me has roto el totico, tienes que
casarte conmigo.
- No te hagas la inteligentona.
- Lo he hecho dos veces. Eres el tercero. Juro que no hubo nadie más.
Esa misma noche desapareció, hasta que un año después la vio sobre
un auto lujoso, al parecer muy bien acompañada. Quiso gritarle, pero su cabrona
dignidad era un centinela. Ella creyó verlo, pero dónde... -Vamos a dar la vuelta
de nuevo, le dice al hombre. -¿Para?, ¿Para?- Se abrazaron como amigos de
siempre. Empezó a hablar en sollozos.
-Mi vida se volvió una mierda aquí.
En la mujer se va uno y aparece otro. No quedó más remedio que meterme a puta; quería
un buen techo, ropas, zapatos, viajes, un futuro decente; -dice con profunda
amargura-.
El perfume de su piel es
altamente seductor. La deja hablar y tiene ganas de congelar el tiempo; tenerla
allí la vida entera, atrapado en sus curvas bien formadas.
- Vámonos Papi-. No respondió. Quizás tenía razón, pero sólo era una puta generosa.
La vio irse hasta que se perdió en una
curva de la vieja carretera del barrio; entonces volvió al café de la ciudad a envejecer en
cada trago.
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