domingo, 25 de octubre de 2020

Cuba, la noche y una abuela que muere

 

Por Arnoldo Fernández Verdecia 

La sombra  allí, detrás de la vieja, asoma ante la gente que habla con ella. La vio cuando empezó a sobarla. Había llovido todo el día y la pobre lo único que había comido era una pizza a medio palo. Uno de los brazos, el otro, el empacho no es tan grande, pero tiene más de 90 años y le dan hasta piedra molida. Primero una pierna, después la otra y se convence de que no era tal empacho, entonces la vieja se desahoga y cuenta lo inaudito. Cuando cago no me limpian el culo. Vienen, recogen la mierda en el orinal y me llaman vieja cagalitrosa; puta, desahuciá. Me dicen que cuánto deben esperar para que me muera, qué debo irme al cielo a unirme con mi hija, la que también llamaron puta, cagalitrosa y la llevaron a un salón de operaciones para que se fuera más rápido de esta cabrona vida. Pero vieja, no diga eso y escucha lo que todo el mundo en el barrio sabe. Me vendió mi casita donde crié a mis hijos. Allá se fue el mismísimo demonio; primero me dijo, abu para que no estés sola;  después para que no pases hambre abu y así se fue metiendo hasta que ya era dueña de la cocina, la máquina de coser, el frío, el televisor y lo vendió todo. Abu para que no te falte alimento, medicinas y un día me dijo  que había vendido la casa, abu para que tengas dinero para la vejez y pagues una asistente social que te cuide, abu que la cosa esta muy mala y  con dinero se consigue todo;  pero se fue pa la isla y me dejó rodando;  entonces vine a parar con la única hija buena que tenía, que apuntando bolita y alquilando cuartos, pudo darle un poco de calma a mi jodida vida; pero la alegría duró poco, mi hija empezó a cagar con sangre y qué era un bicho y qué duraría poco y en verdad había un alien allí y no había tiempo para sacarlo, entonces el demonio de la isla vino, la metió a un salón y se murió mi única hija buena. La fajazón tocó el mismo cielo, el barrio entero lo supo;  querían la plata, la casa, todo, pero a mí, ninguno; hasta enterraron a mi hija en tierra para no pagar nada. El empacho se ha ido vieja, dice la comadrona y ve la sombra allí, tras ella, ya no tan oculta como otras veces.  El demonio asoma y dice que la vieja no tiene nada, porque caga duro y anda estreñida hace muchos días. En los ojos de la vieja aparecen dos robustas lágrimas. Desde los taburetes ven cuando la televisión anuncia el parte metereológico, dice que las lluvias serán intensas para el occidente del país. Vieja, ya está bien. Besa una de sus manos y al cruzar la puerta, algo la hace volverse.  La sombra y la anciana son un mismo cuerpo asomado a la pared de la noche.  

viernes, 16 de octubre de 2020

Cuba, la noche y yo

 Por Arnoldo Fernández Verdecia

A Olber, por su amistad sincera.

"Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche".

                                                                                  José Martí

 I

Mucha oscuridad, tanta que no consigo ver mis pies descalzos pero a pesar de ello siento la humedad de la ciénaga, el hormigueo de la mazamorra metiéndose entre mis dedos y el rumor del mar que resuena en mis oídos como un inevitable canto de sirena. En aquella oscuridad está un amigo, me habla de José Martí, de la luz para reencontrar el camino extraviado, del horizonte infinito. Mi amigo me pide un hogar y le ofrezco uno de  yaguas y guano; en su inmensa felicidad me dice que es el mejor, el más fresco, cercano al hombre natural de Emerson, ese que tanto el Maestro se empeñó en buscar y no encontró.

Después de un fugaz relámpago siento que voy sobre un ciclo de tres ruedas. Mi amigo queda en la ciénaga con su Martí al hombro y yo ruedo por la oscuridad. Me detengo frente a la casa de un tío, encuentro todo cerrado. Una luz mortecina asoma en el corredor mientras aparece su mujer y me dice que mire al lado; allí, en un palo de algarrobo está mi tío ahorcado; su cuerpo se mece extrañamente; sorprendido corro a bajarlo, no sé cómo corto la cuerda pero ya está muy frío, señal de que lleva unas cuantas horas sin vida. La mujer entre sollozos dice que busque al médico del barrio, le respondo que haré lo que pueda, lo que crea necesario. Aquella mujer queda atrás y retorno a la ciénaga.

 II

El mar y su canto lúgubre estremecen mi casa en la ciénaga; en ella vivo hace algunos años. En las noches salgo al portal que da al mar y converso con los peces, me hablan siempre de un tiempo donde decidían aventurarse aguas dulce arriba y llegaban a lugares encantados, donde había gusanillos, lombrices y mucho respeto por la diversidad animal.

Cuando la arena canta, mi padre aparece sobre una ola, entra a la casa, tomamos café y  conversamos sobre los hijos que no llegaron, la vejez que me acecha, el hambre acodada en la esquina de los comercios, las colas infinitas, las gallinas que no quieren poner;  el polvo de café cada vez más inalcanzable.

¡Qué bueno tener a mi padre de vuelta!. Cuando llegan los ciclones regresa, siempre dispuesto a aconsejarme, darme nuevos caminos, luces. Le conté de mi tío ahorcado, de su mujer; entonces me advirtió que era hija de la noche y traería mucha oscuridad a los restos de familia que aún nos quedan. 

Le hablé de la hija que ahora quiere su patrimonio y no puede creerlo. Era la niña de sus ojos, la que casi niega, pero no hubo más remedio que dejarla asomarse a los tiempos.

–Padre, esa niña no es tal niña, nunca la conociste, le dije, no imaginas sus ambiciones, las alianzas con la mujer oscura, sus hijas oscuras, con la noche y sus maquinaciones.

 III

En ese momento llega mi amigo Olber; asoma sus ojillos por una de las ventanas y me ve conversando; siente mi voz imitando a la de padre; me cree trastornado. ¿Con quién hablas guajiro?, pregunta y le respondo que con mi padre. Ha estado aquí todo el tiempo, gracias al mar. Entonces mi amigo sonríe, estrecha mi mano y comprende que la vida me ha convertido en un tipo cercano al Caballero de París. Sin que me pregunte, nombro una a una mis mascotas: -Cuquita, Cosito, Lichi Alberto, Pichito, Baby, Pocho, Bartoly. Mi padre allí, con ellas, acariciándolas, dándoles de comer. De pronto asoma un relámpago intenso. Comprendo el zumbido que viene del mar. Asustados, vemos el ciclón asomando su cola gigante. Corremos afuera y la casa se pierde en el horizonte estrujada por los vientos.  

Despierto e intento recordar. Un extraño dolor de cabeza no deja que me concentre. El último de los cuadros pintado por Olber cuelga en una de las paredes de mi cuarto.  En el lienzo puede apreciarse una casa de guano y yagua donde vivo junto a mis mascotas y mi padre, cerca del mar, en una ciénaga acechada por la oscuridad infinita. 

 

Contramaestre, Otoño, 15 de octubre de 2020

 



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