Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Un hormiguero de personas va, viene; en sus rostros asoma una oscura agonía, necesitan un puñado de esperanza para creer que mañana será un poco mejor; pero mañana, pasado, llega y no sucede nada.
La vida se va en esa secreta utopía de creer que mejorarán las cosas y valdrá la pena vivir sin sobresaltos, sin ese encono que aniquila el espíritu y nos embrutece hasta rabiar por creer en la esperanza.
Un país se está yendo por mares, selvas, continentes lejanos. Sangre de nuestra sangre, espíritu de nuestro espíritu, sueños de nuestros sueños, las mejores ramas del árbol; nada parece detener esa estampida en masa de los que una mañana veías camino a la universidad, la escuela, el trabajo y de repente desaparecieron sin dejar huella.
Luego te enteras que emigraron, así, de la noche a la mañana y cuesta creerlo; atrás quedan los que no se atreven, los que no tienen como hacerlo, los que vieron sus vidas pasar aferrados a un paraíso color purpura que nunca llegó y cada vez es menos creíble alcanzarlo. Lo real es una caricatura de lo que alguna vez fue. Vivir es una odisea innombrable. Morir también los es.
La familia, ese cálido grupo donde alguna vez nos sentimos seguros, vuela en millones de fragmentos; abuelos, padres, tíos, temen al mañana; aquellos que trajeron como semillas al mundo no están, se han ido, andan por lugares lejanos trabajando, sobreviviendo, empezando de cero otra vez. Duele mucho, sobre todo si los viejos horcones tenían el anhelado propósito de cerrar los ojos y saberlos ahí, en ese instante donde se convierten en polvo cósmico.
Cualquiera sin rostro, ni obra, ni una vida pública conocida, cuestiona en las redes sociales con una vulgaridad inadmisible, lo mismo a encumbradas figuras de la cultura, que a los políticos, personas de bien, o a los que se atrevan a cuestionar el orden. Algunos los llaman troles, gusanillos necesitados de comer cualquier llama que pueda volverse incendio.
Ese igualitarismo mediático donde lo banal, lo mediocre, asoma para difamar, oscurecer, aniquilar, parece imponer sus reglas del juego. Los sistemas se valen de sus garras para soltar perros entrenados allí, conceden facilidades para que naveguen en esos mares revueltos; lo mismo amenazan, atacan, vigilan; su trabajo es el otro y sus narrativas; por eso están atentos, muy rabiosos, para verter camiones de heces sobre el que se atreva a cruzar la raya, mostrar su yo.
Hay un mundo afuera, adentro, de nuestros pueblos, de nuestro yo, que es preciso equilibrar; hay naciones que no consiguen darle orden al caos, gobernantes que tienen en sus manos jugueticos que pueden acabar con la humanidad. Así va la vida, el entorno inmediato fracturado; el otro al borde de un conflicto nuclear.
Alguna vez tuvimos líderes, hombres que pensaban y construían sueños; muchos creímos en ellos porque era racional hacerlo; la verdad de un líder era la de millones. Hoy la verdad es una magra caricatura, propaganda que no consigue entretener, ni proporciona paz, seguridad, porque ya no es creíble.
La impunidad gana en todas partes. Algunos jefecillos sentados en tronillos de cristal gestionan la pobreza con hambre calculada, desvían ríos, mares, los convierten en parques temáticos donde reina la codicia, el pillaje, una molicie que solamente ellos pueden darse.
Las calles mueren, costurones inmensos pueden verse en sus cuerpos que el tiempo parece vencer. Sitios de ensueño se desploman, nadie hace nada por detener su caída. Nuestro pasado casi es polvo, los nuevos Midas lo quieren así, lo necesitan para gobernar mejor.
Personas van, vienen, no consiguen imaginar cómo será mañana, si hoy es terrible vivir, amar, soñar... Mañana es propiedad de unos que piden sacrificio montados en caballos de coral, rosados, hasta hermosos porque su piel no sufre los rigores del clima. Mañana no existe, aunque todavía algunos ingenuos pretendan convencernos alegando que será mucho mejor. Mañana es la nada.
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