Por Arnoldo Fernández Verdecia.
Una mañana de agosto de 1989 un joven salió de su casa. Atrás quedaron sus abuelos, su perro, sus colores, el trino del sinsonte, el vuelo del zunzún, el sabor de la papelina, la naranja, la mandarina, el canto del gallo al amanecer y el olor a café recién colado.
Llegó a un lugar donde le enseñaron a pensar, a creer, a elevarse. Algunos profesores despertaron en él la pasión por las humanidades y se volvió un filántropo. Juró que nunca sería esclavo, ni rendiría culto a hombrecillos dueños de verdades absolutas.
Un día de 1995 salió de aquel lugar y viajó a un lugar llamado el 1; allí conoció el hambre, el dolor, los sueños rotos, la noche llegando.
Logró salir y se fue a un sitio donde los viejos vivían de narraciones épicas. La fortuna lo acompañó y aquellos venerables ancianos lo ayudaron a seguir su camino.
Llegó entonces a una funeraria y vio las muchas caras de la muerte; allí se encontró con un duendecillo que le habló del porvenir y decidió seguirlo en sus recorridos; vivió de sus recorridos, comía lo que Dios ponía ante sus ojos; fue feliz pudiera decirse, pero un día señaló los errores del duendecillo, no lo hizo por maldad, sino para ser consecuente con lo que había aprendido en la vida; entonces el duendecillo lo expulsó de su reino y el joven que ya no era tan joven tuvo que regresar al comienzo de su viaje, pero ya no estaban sus abuelos, su perro, sus olores, sabores, el vuelo del zunzún, el canto del sinsonte.
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