El Morro visto desde el Malecón. |
Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult.cu
Para un oriental, aquí en Cuba,
recorrer el Malecón, en La Habana, y sentarse ante el mar es una especie de
obsesión. Tanta magia hechiza. Los últimos días de octubre me permitieron hacer
realidad este sueño. Una semana en la capital de todos los cubanos hizo posible
recorrer varias veces este sitio en diferentes horarios del día, captar sus
matices, observar sus personajes, los grafitis en las paredes, el basurero
enorme en la orilla…
El Malecón es una de las obsesiones a las que invita La Habana. |
Bandera cubana en el muro del Malecón. |
Gracias al lente de una cámara
prestada tomé varias imágenes. A decir verdad, mis ojos querían ver lo que
muchas personas, a veces con malas intenciones, otras con buenas, decían del
lugar. El aire perfumado con la sal del horizonte entra en mi nariz con fuerza
inaudita. Barcos a lo lejos entran y salen de la rada. Una foto de la
Bandera cubana, casi invisible, por su estado de conservación, llama mi
atención: ¿Cuántos años llevaría ahí, resistiendo la envestida de las olas? ¿Qué
mejor metáfora, -pensé-, para explicar el desafío de una pequeña isla ante ese
vecino que la mira con ojos de león?
El mar se pierde en el infinito. Los ojos quieren adivinar la ruta de las hormigas; lo qué está al otro lado; imagino sucede a todos los que nunca han viajado. Una garza blanca –vista siempre en los campos del interior de la isla-, cruza el horizonte, me hace evocar mi patria chica donde reside abuelo, el paisaje habitado por mi niñez y mi adolescencia.
Pensé en los amigos que saldrían por este mar rumbo a lo desconocido, ¿dónde estarán?, suspiré. Siempre el agua, la maldita circunstancia del agua por todas partes, el fantasma de Virgilio Piñera apareció irreverente, su oscura cabeza negadora me invita a dialogar más allá de lo epidérmico. Turistas impertinentes no permiten la palabra, trotan arriba y abajo empoderados en su dinero. Se toman fotos de nuestra historia patria, es su confirmación de estar en el país “más justo del mundo”.
Mulatas y gais colorean el paisaje. Ya cae la noche, dos brasileros llegan; se van en un auto, sabrá Dios dónde. Quizás irán a encontrarse con la magia del sexo, los goces de nuestra comida, nuestra música, lo bueno que el bolsillo humilde no puede pagar.
Los pescadores con vara florecen, permanecen horas y horas ante el azul, esperan llevarse a casa algún pescado para comerlo junto a la familia. Las olas bañan sus cuerpos, estallan contra el muro, incluso inundan la avenida. Las lámparas se encienden; todo se llena de jóvenes, la noche reina con sus acordes populares. Un gran ajiaco está a la vista, La Habana ilumina zonas culturales que un cubano del interior jamás imagina en sus predios cotidianos. Todo fluye, diría el filósofo. Amauri Pérez suena en mis oídos: “La Habana mía”:
El mar se pierde en el infinito. Los ojos quieren adivinar la ruta de las hormigas; lo qué está al otro lado; imagino sucede a todos los que nunca han viajado. Una garza blanca –vista siempre en los campos del interior de la isla-, cruza el horizonte, me hace evocar mi patria chica donde reside abuelo, el paisaje habitado por mi niñez y mi adolescencia.
Pensé en los amigos que saldrían por este mar rumbo a lo desconocido, ¿dónde estarán?, suspiré. Siempre el agua, la maldita circunstancia del agua por todas partes, el fantasma de Virgilio Piñera apareció irreverente, su oscura cabeza negadora me invita a dialogar más allá de lo epidérmico. Turistas impertinentes no permiten la palabra, trotan arriba y abajo empoderados en su dinero. Se toman fotos de nuestra historia patria, es su confirmación de estar en el país “más justo del mundo”.
Mulatas y gais colorean el paisaje. Ya cae la noche, dos brasileros llegan; se van en un auto, sabrá Dios dónde. Quizás irán a encontrarse con la magia del sexo, los goces de nuestra comida, nuestra música, lo bueno que el bolsillo humilde no puede pagar.
Los pescadores con vara florecen, permanecen horas y horas ante el azul, esperan llevarse a casa algún pescado para comerlo junto a la familia. Las olas bañan sus cuerpos, estallan contra el muro, incluso inundan la avenida. Las lámparas se encienden; todo se llena de jóvenes, la noche reina con sus acordes populares. Un gran ajiaco está a la vista, La Habana ilumina zonas culturales que un cubano del interior jamás imagina en sus predios cotidianos. Todo fluye, diría el filósofo. Amauri Pérez suena en mis oídos: “La Habana mía”:
Para las angustias pasadas: La
Habana,
por los desvaríos del día: La
Habana,
para reinventarse los grises
y encontrar el agua y las ganas,
cual si un curandero revive La
Habana.
La Habana, La Habana mía,
La Habana, La Habana nuestra,
Habana que no varía, Habana
qué no te diera,
Habana qué no tendrías, Habana
qué no tuvieras.
Para acompletarte los sueños: La
Habana,
para replantearse la vida: La
Habana,
para que la luz cauterice,
para remontar esperanzas,
para hacerlas casi visibles: La
Habana!
Para los descuidos del alma: La
Habana,
para el vendaval que se arrima:
La Habana,
para no pasar de infelices
cuando se despeñe la calma,
para los olvidos gentiles: La
Habana.
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