Por Arnoldo Fernández Verdecia. caracoldeagua@cultstgo.cult
Una
bandera cubana sobre un tosco palo flota imponente ante intrusos que llegan
desde la vecina ciudad de Contramaestre,
en el oriente de la mayor de las Antillas. No es una escuela, tampoco una institución del gobierno o el Partido
Comunista, es una casa sin ventanas, ni puertas, tal parece que
allí no vive nadie; sin embargo sale a recibirlos un hombre
descalzo, andrajoso y con un tufo a alcohol que provoca asco. Sus palabras de
bienvenida sirven para informarnos su perfil. “Aquí vive un profesor de cultura
física que ama a Cuba hasta los tuétanos”;
casi nos reímos, pero en su
pobreza hay una lucidez enorme, aquel ser, a pesar de las desviaciones
ocurridas en su existencia, por una u otra causa, tiene a la Patria en un humilde
pedestal, similar a la existencia que lleva, llena de limitaciones y repleta de
bebidas condimentadas por la noche inmensa del Período Especial. “No pierdo la
capacidad de soñar”, dice, entonces ocurre lo asombroso, un pato y un perro salen
a nuestro encuentro, juegan como hermanos. Alguien dice, “esta casa tiene una
magia especial, aquí ocurren milagros”. En el patio, un caldero bulle; en su
interior, postas de carne se doran al fuego. El hombre señala: “Hay para todos,
los esperamos desde temprano”. Un poco
más adelante, otro fogón de leña muestra unas empanadillas de carne doradas por
la grasa: “tienen carne; carne de verdad”, precisa. Un sabor especial llega hondo, invita a comer más, a llenarse de
aquellas delicias cocinadas por un miserable lleno de callos y heridas
horribles, pero con una bandera cubana flotando a la vista pública.
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