viernes, 30 de octubre de 2015

"Cubano por los 64 costados" (Palabras de Leonardo Padura al recibir el Príncipe de Asturias de las letras9



Por Leonardo Padura
Majestades, Premiados, señoras y señores:
Aquí estoy, y vengo de Cuba. Aunque, más que de Cuba, debo precisar que vengo de un barrio de la periferia habanera llamado Mantilla. Allí vivo y escribo, en la misma casa donde nací. En ese barrio plebeyo y bullicioso que brotó a la vera del camino real, también nacieron mi padre, mi abuelo, quizás incluso hasta mi tatarabuelo Padura. Allí mi padre conoció a mi madre, una bella cienfueguera llegada a La Habana empujada por la pobreza y se enamoró de ella hasta el último aliento de su vida. Mis abuelos maternos habían nacido en aquella zona del centro de la isla y, si no hubo alguna excepción, parece que también mis bisabuelos Fuentes y Castellanos nacieron por aquellos lares. Si digo todo esto es para fijar la profundidad de una pertenencia y para establecer, también genealógicamente, una evidencia: soy cubano por mis 64 costados.
A Cuba, a su cultura y su historia debo casi todo lo que soy, profesional y humanamente. Porque pertenezco profundamente a la identidad de mi isla, a su espíritu forjado con tantas mezclas de etnias y credos, a su vigorosa tradición literaria, a su a veces insoportable vocación gregaria, al amor insondable que le profesamos al beisbol, y, como soy escritor, pertenezco a lengua que aprendí en la cuna, con la que me comunico y escribo, la maravillosa lengua española en la que ahora leo estas palabras. Y, por ello, parafraseando a José Martí, el apóstol de la nación cubana, puedo decir que dos patrias tengo yo: Cuba y mi lengua. Cuba, con todo lo que tiene dentro y también fuera de su geografía; la lengua española, porque soy lo que soy a través de ella, gracias a ella.
Con Cuba y con mi lengua a cuestas he recorrido un camino que se va haciendo largo y que me ha traído hasta este momento de epifanía, hasta este asombro y satisfacción superlativos que no me abandonan porque estoy donde nunca soñé estar, aunque sé por qué estoy: sencillamente porque soy un empecinado.

Una bendición recibida
Pero, con empecinamiento incluido, llegar hasta aquí no ha sido fácil. En realidad, ser escritor nunca ha sido fácil y, para mí, ha sido más esforzado de lo que tal vez podría parecer. Muchas, muchas horas he dedicado a mi oficio, en una lucha terrible por vencer miedos e incertidumbres que lo abarcan todo: desde la elección sobre los aspectos de mi realidad que he querido reflejar hasta el encuentro de la palabra más adecuada para conseguir expresar del mejor y más bello modo posible esa realidad reflejada. Ser escritor ha sido una bendición que he asumido como una responsabilidad artística y civil, que ha sido y será ardua: muchas incomprensiones me han acompañado, incluso marginaciones cuando era considerado apenas un autor de novelas policiacas y algún que otro ramalazo por ser como soy y escribir como escribo. Pero hace cuarenta años aprendí que para lograr algo, al menos en mi caso, solo había una fórmula y la adopté y la practico a destajo: el trabajo diario. Y por eso puedo decir ahora que, más que dos, en realidad tengo tres patrias: Cuba, mi lengua y el trabajo.
Pero, debo y quiero reconocerlo aquí: para que mis tres patrias tutelares pudieran traerme hasta este momento, muchas coyunturas y personas han debido reunirse y concretar lo real maravilloso. Porque no solo de pertenencia, idioma y trabajo se vive en las patrias posibles del escritor y porque ejercitar la gratitud es algo que me complementa.
A los creadores de mi casa de Mantilla debo la vida, pero también una formación humana y una ética en la que se combinaron con amable armonía la filosofía masónica de mi padre y la fe católica de mi madre. Y aunque no me inicié como masón y soy ateo, de ellos aprendí la práctica de la fraternidad, la solidaridad y el humanismo entre las personas, unos valores que he tratado de aplicar en todos los actos de mi vida. Lamento que ellos no estén físicamente hoy aquí conmigo, aunque sé que me acompañan: mi padre desde el sitio que le haya asignado el Gran Arquitecto del Universo; mi madre, desde nuestra casa mantillera.

Los muchachos del barrio
A muchos de mis compañeros de estudio y de profesión debo agradecer la compañía a través de los años y la fidelidad militante con que nos hemos tratado en un tránsito hermoso y difícil, como todos los transcursos vitales. Aunque solo unos pocos de ellos estén hoy aquí, sé que festejan conmigo, y puedo decir como Gardel, el día de su debut parisino en el Olimpia: “¡Si estuvieran aquí los muchachos del barrio!”
Con España tengo una impagable deuda de gratitud. Desde aquel verano de 1988 en que, como simple periodista, llegué precisamente a esta tierra de Asturias, para participar en la Primera Semana Negra de Gijón, este país me abrió puertas cuya trasposición me ha permitido avanzar y estar donde estoy. A la literatura española que conocía por mis estudios y preferencias, se sumó la que encontré desde entonces y que mucho cambió mis percepciones. Luego, a un concurso literario español, el Premio Café Gijón de 1995, debo la posibilidad de haber podido crear el puente que condujo una de mis novelas hasta las manos de la directora de la prestigiosa editorial Tusquets, para iniciar una relación de amor y trabajo que hemos sostenido durante 20 años y ha permitido que mis libros hayan podido ser leídos en todo el ámbito de la lengua y, a partir de ahí, en otros más de veinte idiomas.
A España debo también el honor de que el consejo de ministros del país me concediera la ciudadanía española por el procedimiento de Carta de Naturaleza, reconocimiento honorífico que ha consolidado aun más, si eso es posible, mi relación con la segunda de mis patrias, esta lengua en la que me expreso y escribo.
A los veintiún miembros del jurado que me ha concedido el reconocimiento que hoy recibo, mi gratitud infinita. Merecer este premio, todos lo saben, no es cualquier cosa. La lista de nombres que me preceden avalan la magnitud de esta gratificación. Y el hecho de que ustedes me hayan elegido, es un honor que recibo con el orgullo de ser el primer escritor cubano que lo alcanza. Y como tal lo recibo: como escritor cubano y como un premio a la literatura y a la cultura de mi primera patria.

Mantilla en el corazón
Y a mi esposa, Lucía Lopez Coll, que por supuesto está aquí conmigo, solo puedo decirle: Lucía, gracias por soportarme durante casi cuarenta años, por ayudarme tanto a conseguir lo que ha sido y está siendo la novela de mi vida.
Pero mi acto de gratitud no estaría completo sin recordar a alguien de cuya mano he llegado a este estrado. Hace veinte años, cuando apareció en España mi novela Máscaras, los periodistas me preguntaban por qué había escogido aquel nombre para mi protagonista. Hoy, gracias a la persistencia de ese compañero de luchas, creo que mi personaje y yo hemos vencido en un tremendo combate: Mario Conde, el cubano, con su nombre resonante se ha ganado un espacio en el imaginario colectivo de este país, donde acumula amores, reconocimientos y lectores… Gracias, Conde, por haberme acompañado todos estos años en el empeño de explorar y revelar conmigo la vida y la sociedad cubanas y a comprender los desafíos de la cuarta edad cuyo tránsito estamos iniciando.
Hoy es uno de los días importantes de mi vida, quizás el más mediático de que haya disfrutado, y por eso, al tener la oportunidad de dirigirme a tanta gente y tan poco tiempo para hacerlo, he debido pensar mucho qué decir: y he decidido hablar solo de asuntos realmente trascendentes, unos pocos, todos relacionadas con el amor, la persistencia, la gratitud y la pertenencia. Hoy es un día de vino y rosas y así quiero guardarlo en mi memoria. Porque a pesar de los pesares, de las luchas, las dudas, los silencios y los resquemores, la verdad es que las recompensas que debo a mis patrias y a todos los que me han ayudado a obtenerlas, son un pretexto de lujo para disfrutar y compartir esta felicidad, y quiero hacerlo con el mismo espíritu impoluto con que compartía hace más de cincuenta años mi bate, mi guante y mi pelota de beisbol con aquellos amigos del barrio con los que aprendí a gozar la satisfacción del éxito, en un simple juego de pelota, en una calle de un barrio habanero llamado Mantilla, donde palpita el corazón de mis patrias.

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